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Por Fernando Infante Lima
La voz de un autor define un texto. Su capacidad para crear, representar, para obligarnos a seguir leyendo, para cautivarnos sin importar si esas historias pueden sostenerse en un plano real. La ficción puede ser una recreación de lo real pero nunca va a transportarnos a otro lugar que no sea una representación. Una puesta en escena, que puede ser elegante, fastuosa, arbitraria, furiosa, pero es siempre, inevitablemente, una puesta en escena.
Es ahí donde la habilidad de un escritor acciona para construir desde su condición, desde su lugar de pertenencia, desde su identidad, el mundo que quiere presentar.
El periodista Gustavo Ramirez toma por asalto a sus lectores, los golpea con una serie de relatos que tiene un hilo conductor en común: la muerte. La muerte se transforma en un personaje más, asumiendo diferentes mascaras. Estos relatos hablan del paso del tiempo, del viaje como metáfora de cambio, de la perdida de la ilusión, de crisis existenciales, de presencia y ausencias cuyos ecos persisten una vez concluida la lectura.
La crisis, la ruptura, el fin de un ciclo y su posterior renacimiento, el combate constante de fantasmas omnipresentes rodea y ahoga cada uno de los cuentos. Una batalla que no tiene perdedores y ganadores, un combate constante que intenta entender esa misteriosa presencia que llamamos vida.
Hacia el Fin de los Días es una serie de postales sin tiempo. Es una ilusión constante que late sin importar la cruda existencia, la violencia, la azarosa impresión de que el destino esta signado. Es una curiosa amalgama de sentimientos que conducen a un fin único, una confluencia de acciones furiosas, que persisten y empujan a un destino inevitable.
