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viernes , abril 26 2024
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JOSÉ LARRALDE / Caminante, no hay camino, se hace camino al cantar

Por ALEJANDRO TARRUELLA *

El Pampa José Larralde es un valor ineludible de la canción popular argentina. Resguardado en su mundo personal, único, a veces de difícil acceso, es a los ochenta años, referente de un modo singular de rebeldía frente a un mundo áspero, por momentos intratable. Y lo le escatima a ese mundo una opinión directa, de cierta contundencia, semejante a la que podía decirle en la cara a un militar de la dictadura (como ocurrió cuando el ministro de Videla, el general Díaz Bessone, intentó domesticarlo para su proyecto), y el relato de un universo de anchos campos y oficios que se pierden en el viento reseco del neoliberalismo y la idiotez de muchos.

Su canción lo devuelve luego a un relato humano, que intenta contar que la humanidad está al alcance de unos versos que la revelan y la ponen al alcance de quien quiera no perder esa identidad nacional, de la tierra profunda, de que la surgen milongas, zambas y loncomeos que su público celebrará con aplausos cerrados.

En apariencia él está a la defensiva pero en realidad, bajo esa idea, dibuja en siluetas de sombras de grafito en calma, repasando la línea adusta de su camino con convicción, la vida de Raúl Quiroga, el Tamayo, o de Roberto Molina, el Triste, uno de los hombres en los que se reconoce en su pueblo de Huangelen, allá en Coronel Suárez, en la cercanía de la Sierra de la Ventana.

Estos climas se reconocen en sus presentaciones en Picadilly, en la calle Corrientes, a sala llena, que piden en estos meses, nuevos encuentros con su público en razón de la demanda cada vez que se llena el espacio de sus “guitarreadas”, como las llama. Allí llegan cientos de personas de todas las edades, gente que lo conoce de los años sesenta o setenta, jóvenes que llevan en el corazón la experiencia de sus mayores. Es el caso de Walter Petina, que pasa apenas del cuarenta, y reconoce al Pampa Larralde en el recuerdo vivo de su padre, quien lo escuchaba y guardaba sus long play como reliquias que quedan ahora en sus manos. Y por eso fue a verlo una vez más.

Larralde habla largo, cuenta episodios y a veces remata con una puteada lo que fue un suceso vinculado a un contratiempo. Pide al público que apaguen los celulares y recuerda a presentaciones a las que asistían espías de servicios de (des) inteligencia como aquella ocasión que, en la ciudad de Río Cuarto, los había por decenas en procura de saber que decía ese cantor de caminos y ausencias que se niega al olvido.

Su propia vida parece incomodar a esos burócratas que actúan en la semi oscuridad cuando recoge sus días de changas, o de alambrador, acaso en la esquila o hurgando en la tierra para hallar un peludo o en el agua, yendo por un pez para comer. Parecen incomodarles sus ideas, su reivindicación de ese hombre al que le aniquilan los oficios manuales, sencillos, que hacen a las riquezas de los que no las reparten. Por eso recuerda con afecto y respeto a los anarquistas como don Luis Acosta García o Martín Castro, poetas que vivieron en la incertidumbre de la incomprensión, perseguidos y negados.

Sus reconocimientos silenciosos se dieron con el poeta y creador oriental, Osiris Rodríguez Castillo, y desde el olvido lo trajo en “Domingo de agua” y “Como yo lo siento”, que resumen en la canción popular un relato que no desdeña la filosofía de los decires sencillos del hombre que percibe en la tierra a una de sus referencias. Unir al Tamayo con Diógenes, debatir en la palabra al poder irracional, traer a colación el pensamiento profundo de la vida cotidiana, es uno de los hallazgos de siempre de Larralde. Lo recuerda expresando “pa’qué guardar patacones si el saco tiene un aujero”. Lo evoca en sus modos de pedir un poco de tabaco y pensar acaso que los motivos de un hombre pueden ser su capacidad de resumir en dos palabras, un sentido del mundo. Diógenes pedía que lo dejen ver el sol y el Tamayo, defendía su saber de caminante de un rumbo que llega a la canción, y se reafirma para siempre en saber musical y el canto -decidor y cómplice-, de José Larralde.

La guitarra del Pampa, sin el recurso de la electricidad como conexión al mundo, es vivaz y plena en el sonido que surge de la misma peripecia vital del cantor. Suena y convoca, resuena y llama a sumarse a una geografía inesperada de voces que recorren una siembra que el cantor ha recogido una y otra vez, en el mapa indescriptible de los años. Su aspecto de apóstol popular, su sueño de dejar plasmado un ideario que no deje en la estacada a un asunto de pueblos y personas, se unen en la comunión con un público que quiere escuchar su relato y su canción. “Ayer bajé al poblao” o “Patagonia”, que reivindica los héroes de Malvinas y a los 44 desaparecidos del ARA San Juan, lo hacen un raro exponente de voces que detrás suyo, son el silencio vivo de un pueblo que vibra.

Si Larralde escribió a los 13 años “Mi viejo mate galleta”, se afirma que lo suyo es camino genuino. Y si el camino para Machado es la vida, entendida como un gran viaje, como Yupanqui, como Rodríguez Castillo, él reinterpreta la idea desde una experiencia personal única que no tiene reparos sino en la sombra, en las polvaredas y la arboleda bajo la cual es posible reflexionar sobre los asuntos más peliagudos de la existencia.

Luego los boliches, ese encuentro que no se deja perder con el otro, permiten al cantor reelaborar un pensamiento que no desdeña el humor, la puteada, encuentros y desencuentros, que arriban por último a la canción, como en su guitarreada, que queda en la sensibilidad de un pueblo como un reconocimiento a su propias vivencias y a su canción.

En cierto modo, agotar varias funciones, esperar a otro día para volver a un público ávido de recorrer tiempos y derivas, hacen a un presente que se esfumará en los aplausos del final, y son eso, camino hecho al andar. Algo a lo que Larralde no renuncia jamás, aunque vengan degollando.

*Periodista / Escritor / LSM

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