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viernes , abril 26 2024
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Detalles / Un relato para entender mejor River vs Barcelona

Por ARTURO BULIAN *

Son cerca de las ocho y media de la mañana y la pelota se disputa en tres cuartos de campo del conjunto italiano, sector izquierdo. Sorin traba y gana, se asocia con Cruz, el grandote lo ve pasar por detrás de Torricelli y, con un taco magistral, lo invita a tirar el centro.

Antes de caer por el desequilibrio que le causa el esfuerzo, el lateral formado en Argentinos Juniors lanza alto, el esférico cruza el área y parece perderse sobre el costado derecho. Pero Porrini se duerme, Jugovic no cierra y Monserrat, siempre Diablo, llega como win, gana tiempo, engancha, lo ve a Hernán Díaz…

/Corren 31 minutos del segundo capítulo en el Estadio Nacional de Tokio. El River de Ramón y la Juventus de Lippi empatan 0 a 0 de milagro: el arquero rosarino Roberto Bonano impidió varias veces que Zidane y los suyos se pusieran en ventaja/.

La jugada continúa. Ahora es la voz estridente, de dicción correctísima -con erres que se estiran y atropellan- de Atilio Costa Febre, transmitiendo para canal 9 desde Japón, la que, cual cachetazo mientras uno está inmerso en el más profundo sueño, sale del depósito de recuerdos con la misma claridad que de aquel armatoste de tele apoyado en una mesa de patas de hierro:
«Díaz que la pone a manera de centro, la bajó de cabeza Enzo, para Ortega, colocó el tiro al arco… ¡pegó en el travesaño, pegó en el travesaño! ¡casi que caminó la pelota por el travesaño!”.

Jorgito se pone de pie con un salto, pega un grito seco por la impotencia del gol marrado después de que la bola hiciera equilibrio sobre el horizontal por unos segundos. Por eso prolonga su postura pétrea y la esperanza mientras el peligro se aleja del arco europeo, y es Di Livio, retrasado, quien rechaza contra campo de River y Jorgito siente como si el botín del volante tano le reventara el pecho de una patada. La ecuación: pelota y corazón de hincha viajando a terreno gallina. Sin quitar la mirada del partido, me toma fuerte del antebrazo. Sus manos transpiran un sudor frío. Se trata de la jugada -la única quizás- que puede darle a River, a poco del final, la segunda Intercontinental de su historia aquel 26 de noviembre de 1996, justo a diez años de la primera consagración en tierras niponas de la mano de Alzamendi contra el Steaua Bucarest.
Quedan nueve minutos de tiempo reglamentario. Lanzamiento desde la costa derecha, algunos defensores riverplatenses quedan enganchados pero no advierten en el segundo palo al infalible Alex Del Piero, que domina, agacha la cabeza como un toro antes de embestir y, con el empeine de su pie diestro, clava el tiro cruzado en el ángulo superior izquierdo. Gol. Los sudamericanos se miran sin comprender. Bonano saca la pelota del arco y, con la convicción de un aviador japonés de la segunda guerra, sale expulsado hacia la mitad de cancha buscando sacar al equipo abatido del área y dar vuelta la historia.

Un silencio espeso se impregna en todos los resquicios del comedor -da a espaldas de la avenida Pueyrredón- por unos minutos hasta que la torpeza y los nervios de Jorgito vuelcan un vaso de metal con gaseosa. El mantel plastificado multicolor de la mesa donde la familia Izaguirre suele reunirse es un enchastre. Sin acusar preocupación, vuelve con su cabeza a la final que se escapa. Ahora se revienta los pellejos de los dedos con los dientes. Sus uñas han desaparecido prácticamente. Una manía que hizo costumbre desde entonces y hasta hoy tratamos de corregirle -sin éxito- con la muchachada. Sin mirarme, lanza un “ya está, se terminó”.
River intenta con pelotazos, un remate de Gancedo, -ingresado en el epílogo- que controla Peruzzi, un taco posterior a un centro que cuelga en el área rival Francescoli y no puede canalizar Celso Ayala luego de un rebote servido en la medialuna del área. El poderío físico de la Juventus extenúa al equipo argentino. El árbitro brasileño Marcio Rezende apunta su cuerpo hacia la mitad, termina lo que ya era cosa juzgada y a la pasada pisa con desprecio el corazón de mi amigo, que ha quedado boyando luego del despeje de Di Livio.

Vale aclarar que en el comedor, una sala enorme donde solemos juntarnos con mi barra de amigos del Colegio San Miguel, estamos solos. Y que eso hace más incómoda mi presencia como hincha tripero. Una neutralidad molesta, aun compartiendo el dolor. Para distraerme juego con el reverso de felpa que cubre la larga mesa.

A esa altura de nuestras vidas futboleras, Jorgito y quien suscribe nos habíamos convertido en una dupla imbatible en esto de acompañarnos en transmisiones y canchas. Durante ese año se produjeron dos hechos históricos anteriores a la final en cuestión que justifican la teoría: la tarde del 5 de mayo mi entrañable Gimnasia y Esgrima La Plata, le propinó una paliza a Boca ganándole a domicilio 6 a 0. Ese domingo llegué a lo de Jorgito en el entretiempo después de jugar con mi viejo y mi hermano en la plaza frente a canal 7. Antes de encontrarme con él, corrí las diez cuadras que me separaban del destino con la alegría de la noticia que me dio el encargado de un edificio ubicado sobre calle Laprida. Un 4 a 0 inobjetable al término del primer acto, con tres goles del mellizo Guillermo y el otro de Albornoz. No bien me abrió la puerta le pregunté a Jorgito si en el último rato Boca nos podía hacer cinco. Él me respondió con un tajante “¿estás loco?” y me invitó gaseosa en el vaso de metal.

El Lobo de Griguol no sólo no recibió goles. Desde la radio -Jorgito sintonizaba Rivadavia por expreso pedido mío- hablaban de “la más abultada derrota en La Bombonera” que inauguraba palcos y en la que protagonizaron el “Papelón”, como tituló la revista El Gráfico, jugadores como Caniggia, Verón, el Mono Navarro Montoya, el Kily González, bajo la dirección técnica de Carlos Salvador Bilardo. Los dos goles restantes de los conducidos por Timoteo; nada menos que el Beto Márcico, y Saccone cerca del final. Mi amigo, por gallina, y yo, por razones obvias, celebramos esa jornada inolvidable con un abrazo y nos quedamos un buen rato imaginando de qué manera íbamos a gastar en el colegio a Iván y a Gonzalo, bosteros de esos que antes de aprender la palabra mamá pronunciaron Boca.

El otro suceso deportivo que nos involucra en ese 1996 es el único ascenso a Primera del club de la provincia que parió a Jorgito: el Huracán de Corrientes de la remera a bastones rojos y azules con hombres de respetable recorrido en el fútbol profesional como Luis Sosa, Josemir Lujambio, Cosme Zaccanti, Coco Capria, por citar algunos, que ganaron la primera rueda y fueron a una final con Talleres de Córdoba. El cuadro del Litoral se llevó un contundente 4 a 1 en la vuelta disputada en el entonces Chateau Carreras y los doscientos correntinos presentes entre 45 mil tallarines aprovecharon el silencio en el estadio posterior a cada gol visitante para lanzar el característico sapucay y hacerse visibles en el festejo más importante de la historia huracanense. Ese mismo grito de guerra litoraleño repitió en Villa Crespo la tarde del 25 de noviembre de 1995. En la primera etapa de la temporada los dirigidos por Zucarelli visitaban a Atlanta acompañados por unos cincuenta hinchas entre los que estaban Jorgito, su papá y yo. La idea era atractiva teniendo en cuenta que yo no conocía el pintoresco Don León Kolbowsky, Huracán venía bien y mi amigo estaba desesperado por ver por primera vez en Capital a su club.

Los incontables llamados de Jorgito entre semana me habían contagiado la ansiedad y la ceremoniosa entrada a la cancha, después de tomar Corrientes y cruzar las vías, que incluyó la compra de semillitas de girasol, una gaseosa (esta vez en vaso de plástico), el encuentro con esos más de cuarenta, con la camiseta roja y azul, muchos borrachos con el vino de cartón Bordolino en mano, alucinaban a mi amigo y se le notaba. Recuerdo que minutos antes de arrancar el partido que terminaría con un sorprendente 4 a 2 para Huracán, saltábamos para recibir el equipo y él se detuvo, me tomó el antebrazo y, abriendo los ojos como un caballo desbocado, gritó “¡somos pocos, pero escuchá, escuchá!”. Acto seguido fijó un punto con sus ojos hipnotizados y procedió a comerse las uñas. Era su manera de conectar el cuerpo con el suceso futbolístico sin igual.

El miércoles 16 River debutó en el Mundial de Clubes, la nueva versión de la Copa Intercontinental que desde hace unos diez años incluye fases de eliminación. El partido jugado en Osaka con el local japonés Hiroshima Sanfrecce por la semifinal, se presentó complicado y la figura del arquero argentino Marcelo Barovero fue vital con tres intervenciones para que los de la banda llegaran a los 38 de la segunda parte en cero. En ese minuto, el paraguayo Tabaré Viudez acomodó la pelota a diez metros del área defendida por los nipones. Mientras éstos tomaban marcas, el guardameta se elevó sin despegar demasiado del suelo, Maidana anticipó y apareció la figura del joven delantero Alario para marcar el gol que le dio a River la clasificación a la final

Después de diecinueve años, la voz de Costa Febre desde Japón vuelve a ponerle música a la aventura millonaria. A los 39 del epílogo, Alario marca para la clasificación: «Gooooooooool…. Ala Alá, Alariooooooo pone a River en la final», se desgarra en el grito Atilio.
– “Gol Artu carajo!!! Te acordás del 96?”.

El mensaje de Jorgito a mi celular se convierte en un pasaje sin escalas a ese comedor en silencio de 1996. Un “Ahora vamos por Lio” cierra la conversación.

Cuatro días más tarde, en la mañana del domingo 20, el River de Gallardo se enfrentó al Barcelona de Messi, Neymar y Suárez; los Zidane, Del Piero y Boksic del nuevo siglo. Pero más letales. Hablar del “Barsa de Luis Enrique” no tiene sentido porque para la clase de jugadores que conduce, el nombre del DT quedará como anécdota, porque, además, no es Guardiola. Lo cierto es que, como Bonano frente a la Juve, como Barovero en la semis, el Barovero de la final se destacó con una brillante atajada después de un zurdazo quirúrgico de Lionel Messi en los primeros minutos. Los reflejos del uno motivaron el reconocimiento del crack rosarino no bien lanzó la pelota al córner. Al rato River ya perdía dos a cero con uno de Lio y otro de Suárez.

El partido terminaría 3 a 0 con otro del uruguayo ex Liverpool. Cuando el árbitro iraní Alireza Faghani pitó el final, Costa Febre resaltó la dignidad de River, el esfuerzo del primer tiempo, soltó un “nada para reprocharle” al conjunto argentino, resaltó el respeto y la humildad de Messi ante la victoria. Habló del público “extraordinario” que “llenó de fervor” las calles de Japón.

Entrada la madrugada del primero de enero, Jorgito desde Corrientes me confesó por mensaje de texto: “Quizás sea tarde pero todavía sigo pensando en la final. Me hubiera gustado saltar en el estadio Yokohama y esta vez decirte ‘escuchá, somos un montón’”. No supe qué contestarle. Ambos contamos los 32 y ya no somos esa dupla imbatible. Pero hay detalles, vaya cuáles, que no se nos pasan

* Periodista / Relator / La Señal Medios

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