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sábado , abril 27 2024
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El desarrollo ¿Una utopía más?

 

Por RICARDO ARONSKIND *

Pocas ideas han sido tan debatidas y han tenido tanta influencia durante el siglo XX como el concepto de desarrollo. Para los países periféricos el desarrollo era el sueño de llegar a ser como las naciones industrializadas, con altos niveles de consumo y de integración social, instituciones eficientes y que avanzan en un movimiento de prosperidad creciente. Luego de la Segunda Guerra Mundial, las herramientas desarrollistas fueron aplicadas por los principales Estados de Latinoamérica, con logros importantes a pesar de los fuertes obstáculos que enfrentaron. Sin embargo, hacia fines de los años 70, junto con la irrupción de sangrientas dictaduras, el neoliberalismo ganó la hegemonía ideológica, con lo que la noción de desarrollo desapareció de la agenda pública. La frase “ingresar al primer mundo” fue en la Argentina de los 90 la expresión caricaturesca que reemplazó el objetivo del desarrollo nacional. En la actualidad, retomar la idea del desarrollo implica un conjunto de desafíos intelectuales, económicos y políticos, pero sobre todo la presencia de una voluntad colectiva decidida a remover los límites impuestos por la resignación.

¿A qué se llama desarrollo?

La riqueza y la complejidad del concepto de desarrollo derivan de su

multidimensionalidad. Aunque originariamente se lo asoció a cambios económicos que
permitieran a los países pobres abandonar su postración y elevar sus estándares de vida,
rápidamente se advirtió que no se podía desvincular el progreso en las formas de
producción de las habilidades y capacidades del elemento humano involucrado en ese
proceso. Estaba claro, cuando el debate sobre el desarrollo comenzó a extenderse, que
era necesario incrementar el proceso de acumulación de capital, y que para ello se
requerían medios productivos más modernos, técnicas más avanzadas, pero también
personal idóneo, profesionales, técnicos y trabajadores capaces de realizar esas tareas.
Eso obligaba a reparar en las condiciones de vida de la población, en los niveles
alimentarios y educativos, en la calidad de las instituciones, y en el valor de los liderazgos
económicos, políticos, intelectuales, etcéra, de que disponían esos países.
A diferencia del término crecimiento, más limitado al campo de la producción, y que no
implica transformaciones profundas en otros terrenos de la vida social, el desarrollo es
impensable al margen de cambios cualitativos en todos los espacios de la economía y la
sociedad, incluyendo aspectos no menores de la subjetividad.
Esto es así porque la moderna forma de organización de la producción es básicamente
una expresión de prolongados desarrollos culturales que se dieron fundamentalmente en
el norte de Europa, para expandirse progresivamente a todo el planeta en los últimos
siglos, de la mano de la expansión colonial, militar, económica y financiera de esos
países. Las formas productivas basadas en el conocimiento científico, la organización
taylorista y fordista del trabajo, la aplicación del cálculo racional en forma generalizada, la
adaptación de la subjetividad a los ritmos y requerimientos de la disciplina productiva
contemporánea, y la adopción de formas de vida y de consumo compatibles con este
ordenamiento no fueron «naturales» en buena parte del planeta, sino importadas de los
países en los cuales surgieron originariamente.
La paulatina consolidación de una estructura económica mundial creó un conjunto de
relaciones económicas, políticas y culturales basadas en la asimetría en la distribución del
poder, la riqueza y el conocimiento moderno. En el sistema así cristalizado en los últimos
siglos, la imagen de prosperidad de los países centrales se constituyó en la meta, el
paradigma deseable para buena parte de los países que formaban pasivamente parte de
la dinámica capitalista global.
Y las discrepancias se centraron –salvo interesantes excepciones [1]– en los caminos
para acercarse a la imagen deseada, El Desarrollo, soñado a la imagen y semejanza de
las naciones industrializadas, con altos niveles de consumo y de integración social, con
instituciones privadas y públicas eficaces y eficientes, y que transcurren en un movimiento
de prosperidad creciente.
El subdesarrollo, aparte de caracterizarse por una baja productividad del trabajo, una
profunda heterogeneidad productiva y tecnológica entre sectores y regiones, y una
inserción internacional deficiente en lo comercial y financiero, presenta rasgos de fuertes
disparidades distributivas.
En ese sentido, el subdesarrollo parece inescindible de la forma en que se distribuye el
ingreso, lo que define en buena medida el uso que la sociedad hace del excedente
productivo. Una de las críticas más convincentes sobre la profunda desigualdad
distributiva en América Latina es que la concentración de la riqueza en los estratos más
altos de la sociedad permite a las capas pudientes sostener estándares de vida
insólitamente elevados –dadas las condiciones del entorno– imitando las formas de
consumo del mundo desarrollado, lo que distrae una enorme masa de recursos hacia
importaciones suntuarias y despilfarra de esa forma los recursos que podrían ser la
palanca del desarrollo local.
Familias de ideas
En el campo de las ciencias sociales, la idea de desarrollo forma parte de varias familias
que vale la pena revisar someramente para contextualizar el término.
Por una parte, la idea del desarrollo forma parte del conjunto de ideas y visiones del
mundo surgidas en torno de la Revolución Francesa y de la afirmación del sistema
capitalista industrial, como la fe en la razón, en el poder del conocimiento científico, en el
progreso de la civilización, y en la capacidad del hombre para modificar a voluntad su
entorno natural y productivo para acercarlo a mayores grados de felicidad y bienestar [2].
La economía política, surgida en paralelo a la configuración del moderno capitalismo,
nació dando por sentado que la economía capitalista es capaz de sostener un proceso de
acumulación de riqueza y de expansión ilimitada de la producción.
En tiempos más recientes, luego de la Segunda Guerra Mundial, conocimos propuestas
de desarrollo fuertemente influidas por los alineamientos internacionales del momento: las
teorías de la modernización, que proponían un sendero de acercamiento a los patrones
culturales, institucionales y económicos de los países líderes de occidente, las vías
«locales» hacia el socialismo, como estrategias de ruptura frente a un orden internacional y
doméstico que perpetuaba el estancamiento, y las visiones desarrollistas, estructuralistas
y dependentistas que buscaban estrategias autóctonas para dinamizar las economías y
mejorar sustancialmente la condiciones de vida en los países «atrasados».
Por supuesto, todos los términos utilizados para abordar el problema están cargados de
connotaciones específicas y son tributarios de visiones elaboradas en relación con la
cuestión.
Así, la palabra subdesarrollo sugiere un estadio «por debajo» de otros niveles superiores,
pero no informa ni da pistas sobre el origen de esa situación, pudiendo interpretarse que
depende exclusivamente de lo que haga cada sociedad para dejar atrás tal estadio.
También la expresión país periférico es descriptiva, pero permite conocer el lugar
subordinado de una economía en el sistema mundial, y por lo tanto lo desventajoso de
una situación que tiende a autoperpetuarse, a menos que se actúe en contrario [3]. El
término “en vías de desarrollo” pretendió suavizar la connotación del subdesarrollo,
transmitiendo el mensaje optimista de que aquellos países que aún no habían arribado a
la cima del bienestar, estaban en camino de hacerlo. Luego de 40 años, muchos de los
países “en vía de…” muestran grados de atraso relativo mayores a los del momento de
partida.
El término países dependientes, en cambio, hace énfasis en el conjunto de relaciones
políticas, diplomáticas, económicas, financieras, tecnológicas, ideológicas, culturales, con
el mundo industrializado que traban las posibilidades de desarrollo de los países
subdesarrollados. En su momento, la Teoría de la Dependencia se presentó en América
Latina como un diagnóstico más severo y politizado sobre las causas del atraso,
señalando la alianza de intereses locales e internacionales que medraban con la
persistencia del subdesarrollo.
La experiencia latinoamericana
La segunda posguerra mundial fue un período esperanzado. El progreso, para cualquiera
de los bloques de países existentes, era posible. El crecimiento de la producción y la
mejora de las condiciones de vida eran observables en el Occidente desarrollado, en los
países del «socialismo real» e incluso en el vasto mosaico del «tercer mundo».
En este último heterogéneo conglomerado, Latinoamérica era la región relativamente
menos pobre, y en ella surgió y se expandió vigorosamente la confianza en la capacidad
local de abandonar el subdesarrollo.
Uno de los grandes economistas que dio la región, Raúl Prebisch, y con él la CEPAL,
difundieron una visión crítica sobre las supuestas ventajas del libre comercio
internacional, encabezando una rebelión pacífica contra el lugar que le tocaba a la región
en la división internacional del trabajo. Creían que la vía para salir del subdesarrollo era la
industrialización, el abandono de la monoproducción de bienes primarios, y que la misma
debía contar con un respaldo decisivo del Estado para poder llevarse a cabo.
El impacto de estas ideas, lanzadas a fines de los ‘40 fue enorme, y tiñó las políticas de
los Estados más importantes de la región, que se veían a sí mismos como potenciales
países desarrollados. Ya la crisis mundial de 1930, cuyo epicentro fueron los países
industrializados, había favorecido el proceso de industrialización en la periferia, que
encontró en la visión estructuralista y desarrollista un aval teórico a una práctica que
había comenzado en forma pragmática y espontánea.
Los logros de la industrialización latinoamericana fueron considerables, mejoraron
significativamente el perfil productivo, tecnológico y social de estos países, pero al mismo
tiempo chocaron con fuertes obstáculos: los sectores tradicionales ligados a la vieja
inserción internacional, las insuficiencias del aparato estatal, la inadecuación de diversas
instituciones sociales a la nueva dinámica productiva, la inercia cultural y de los
comportamientos tradicionales en las sociedades subdesarrolladas, la escasa
predisposición del mundo desarrollado a colaborar seriamente en el esfuerzo -–cuando no
las actitudes hostiles y de boicot–…
Hacia fines de los ‘70 ganó preeminencia en el campo de las ideas en el orden mundial el
neoliberalismo, se reforzó la preponderancia del capital financiero y especulativo en el
campo económico, y se implantaron gobiernos autoritarios y antipopulares en buena parte
de América Latina. Estos profundos cambios implicaron el quiebre de la voluntad
industrializadora, el endeudamiento de los Estados hasta niveles incompatibles con el
mero crecimiento económico, y la virtual desaparición de la idea del desarrollo de la
agenda pública. El discurso dominante, con distintos matices, enfatizó en la
espontaneidad del mercado para modernizar, eficientizar, y generar prosperidad para la
población local. Este discurso, universalmente predicado, fue adoptado con más énfasis
en el mundo subdesarrollado y llevado hasta extremos sorprendentes en el caso
argentino.
Las estadísticas internacionales en materia económica y social confirman que en el último
cuarto de siglo, en un contexto de bajo crecimiento global, las disparidades entre países y
entre sectores sociales dentro de los países (tanto desarrollados como subdesarrollados)
se han incrementado considerablemente.
El mundo de los intereses privados se ha expandido a costa de la esfera pública. Las
ideas igualitarias y distribucionistas han perdido peso, en tanto las empresas
multinacionales y el capital financiero han tenido capacidad de instalar una visión ficticia
de la globalización como proceso armónico, de mutuo beneficio universal. El paso a la
sociedad «pos-industrial», fruto del traslado de las industrias más precarias o
contaminantes a terceros países y el desarrollo de actividades conocimiento-intensivas en
el centro, se da en paralelo al retroceso productivo y cultural a la sociedad «pre-industrial»
en vastas áreas de la periferia.
Del bloque del «tercer mundo» de los años setenta, mientras ciertos países han logrado
avanzar en la dirección del desarrollo (especialmente en Asia), algunos han mantenido su
lugar relativo (Brasil, México) y otros han retrocedido hacia situaciones desesperantes,
como el África Subsahariana y el resto de países pobres muy endeudados.
El caso argentino merece una reflexión aparte, dado que la insólita involución registrada
en el país desde mediados de los ‘70 no es explicable por las limitaciones del proceso
económico y social previo, sino por la aplicación persistente de políticas antidesarrollo [4] llevadas a cabo por administraciones militares y civiles [5], con fuerte respaldo
internacional.
¿Qué es el desarrollo hoy?
Retomar la idea del desarrollo implica un conjunto de desafíos intelectuales, económicos y
políticos.
En primer lugar, obliga a un esfuerzo de abstracción que permita separar los elementos
centrales de la idea, de la conformación específica que adoptó en la historia concreta.
Desarrollo sigue implicando acumulación de capital, aplicación difundida del progreso
técnico y científico, mejoramiento y complejización de las instituciones públicas y
privadas, abandono de lugares pasivos o dependientes en los diversos ámbitos
internacionales, etc. Implica integración social y mejora en la calidad de vida de los
ciudadanos. Implica calificación y sofisticación del conjunto social.
Por otra parte, no faltan experiencias concretas para analizar y ampliar las perspectivas
locales.
Los buenos resultados logrados en ciertos países de Asia pueden ser una fuente de
inspiración. Experiencias positivas en las regiones «atrasadas» de la Unión Europea,
también. Así como la revalorización crítica de la propia experiencia latinoamericana en la
materia, y las políticas acertadas llevadas adelante por ciertos países vecinos en áreas
específicas. Y no menos importante es comprender todo lo que no debe hacerse para
salir del atraso, capitalizando las lecciones de los últimos 50 años.
Por supuesto que el contexto global afecta las perspectivas de desarrollo local. El
conjunto de instituciones internacionales actualmente vigente (OMC, FMI, BM) responde
claramente al predominio de los países desarrollados, y generan regímenes
internacionales especialmente propicios para perpetuar el orden jerárquico internacional
vigente. Los países más desarrollados no dudan en sostener prácticas macroeconómicas,
comerciales, tecnológicas y financieras que no toleran en la periferia [6].
Sin embargo, sería erróneo atribuir a la estructura internacional todas las penurias locales,
como en su momento lo hicieron algunos teóricos de la dependencia, o sectores
nacionalistas vernáculos.
Parece claro que dentro de los márgenes –por otra parte escasamente explorados– que
deja la estructura económica y financiera internacional hay una enorme disponibilidad de
instrumentos, algunos más antiguos (políticas de protección y fomento industrial, políticas
fiscales redistributivas) y otros más modernos (tecnológicos, comerciales, ecológicos,
asociativos, etc.) que pueden tener excelentes resultados a la hora de impulsar la
producción de riqueza y la mejora de los estándares de vida de la población.
Si es cierto que fueron ingenuos aquellos discursos que postulaban al progreso como una
fuerza inmanente en la historia, parecen igualmente inconsistentes aquellos otros que en
la actualidad creen en la inconveniencia e inutilidad de imaginar futuros mejores,
simplemente porque nada bueno es posible.
En ese sentido, pareciera que hoy el punto de partida de un nuevo impulso hacia el
desarrollo radica en algo previo a las estrategias, planes o medidas concretas que se
puedan formular, y probablemente más decisivo: la existencia de una voluntad colectiva
de remover los límites impuestos por la propia inercia y resignación, que se exprese en la
decisión social de encarar la tarea.
Nota
[1] Es el caso del Mahatma Gandhi, líder de la lucha por la independencia de la India, que
veía con profundo desagrado el conjunto de valores, costumbres e instituciones –incluidos
la industria y los ferrocarriles, los médicos y los abogados– que formaban parte de la
cultura de la potencia colonial, Gran Bretaña. Más recientemente, en los años ‘60, el
hippismo y el movimiento contracultural impugnaron a la sociedad de consumo,
mostrándola como una vía errónea hacia la felicidad del hombre. En tanto que en las
economías atrasadas se discutía cómo incrementar y generalizar el consumo, en las
economías opulentas se impugnaba ese aspecto central del modelo de producción
vigente.
[2] En palabras de Celso Furtado: “En el empeño de realizar sus potencialidades, el
hombre transforma el mundo y genera el desarrollo”.
[3] El esquema centro-periferia distingue entre países que dada su capacidad productiva,
comercial y financiera están en condiciones de establecer políticas autónomas, y otros
que ocupan un lugar subordinado y pasivo frente a lógicas económicas que les impone la
dinámica fijada por los países centrales.
[4] Entre esas políticas, cabe mencionar las reiteradas políticas pro endeudamiento
externo, anti industriales, de debilitamiento de la capacidad regulatoria del Estado, de
desprotección del mercado interno, de deterioro de la educación en todos sus niveles, de
desfinanciamiento de las actividades de investigación científica y tecnológica, de
pasividad frente a los procesos de desgarramiento social, de desprestigio de la cultura del
trabajo, y de sistemática desvalorización de las capacidades nacionales, desde una
concepción “realista periférica” consistente en introyectar la dependencia y transformarla
en un valor trascendente.
[5] La frase “ingresar al primer mundo” fue en la Argentina de los ‘90 la expresión
caricaturesca que reemplazó la meta del desarrollo nacional. En vez del esfuerzo arduo y
persistente –y de resultados inciertos– se propuso a la sociedad un atajo mágico hacia el
bienestar en el corto plazo, apostando a la maximización de la dependencia.
[6] Escribía Prebisch a comienzos de los ‘80: “Se está desvaneciendo el mito de que
podríamos desarrollarnos a imagen y semejanza de los centros. Y también el mito de la
expansión espontánea del capitalismo en la órbita planetaria. El capitalismo desarrollado
es esencialmente centrípeto, absorbente y dominante. Se expande para aprovechar la
periferia. Pero no para desarrollarla.”

 

  • Lic. en Economía. Investigador en el Centro de Estudios de la Situación y la Perspectiva
    en la Argentina (Fac. Ciencias Económicas). Profesor adjunto de la materia Estructura
    Económica Argentina en Económicas UBA y Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales,
    UBA. /LSM

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