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GRECIA Y ADAM SMITH / Los pies de barro de la ortodoxia

Por NESTOR GOROJOVSKY *

 

Detrás de toda la obra de Smith late la turbulenta historia que terminó con el particularismo feudal, fortaleció sucesivamente (y en este estricto orden) a la Monarquía y al Parlamento, y que empieza en 1455 con la Guerra de las Dos Rosas y termina en 1688 con el contubernio exageradamente calificado de «Gran Revolución» por sus beneficiarios.

La primera fue el episodio final de la vieja Inglaterra feudal; en esa confrontación los viejos señores feudales le hicieron al país el gran favor de exterminarse entre sí. La segunda eliminó toda salida democrática y plebeya a la Revolución regicida de 1648 y amalgamó burgueses y terratenientes en el disfrute de los logros de la detestada República cromwelliana. La República habrá sido detestada, pero no lo fue la expropiación de las grandes fincas eclesiásticas y el reparto de sus vastas tierras entre la población rural (en particular las de la única gran corporación feudal que había sobrevivido, la Iglesia Católica local).

La construcción de dicho Estado se inició con la reverenciada dinastía Tudor, la de Enrique VII, Enrique VIII, e Isabel I. De esos tiempos se recuerdan básicamente las travesuras matrimoniales (degüello de una esposa tozuda incluido) de Enrique VIII y la afinidad de Isabel I por notorios mujeriegos, filibusteros y piratas como Raleigh y Drake; también se recuerda la virginidad de esa reina, pese a que ella misma la había puesto en riesgo al cultivar ese tipo de amistades. Para uso exclusivo del Reino Unido, otra cosa que se reivindica es lo que no puede sino definirse objetivamente como el fanatismo brutal, tan parecido al que despliegan hoy algunos gobiernos musulmanes del Medio Oriente, de la Reforma inglesa y la reforma escocesa, Complot de la Pólvora incluido.

Antes de todo eso, el más opaco Enrique VII echó sin embargo los cimientos poderosos de la Inglaterra burguesa. Le tocó ser (sus propias palabras) el «policía» que ordenó el país y lo sacó del marasmo provocado por la mutua eliminación de las dos casas feudales más importantes del hasta entonces bastante despreciable matón de Europa (según G. M. Trevelyan, un historiador liberal, ése era el oficio predilecto de los ingleses después de estabilizarse el peculiarmente centralizado feudalismo normando).

La condensación conservadora de toda esa ebullición fue el punto de partida de lo que, medio siglo después y no sin el disfrute de la rapiña en Irlanda (iniciada por Cromwell) y la destrucción sucesiva del poder naval español y holandés, cosas imposibles de lograr sin un Estado potente y ordenador, propuso Adam Smith.

Antes de «La Riqueza de las Naciones», Smith escribió una «Teoría de los Sentimientos Morales», en la que no se ahorró palabras para marcar las lacras que traía consigo la comercialización de la vida humana, y propuso la intervención estatal para corregirlas. Aún en «La Riqueza…» abomina de lo que hoy llamaríamos «sociedades anónimas» (ni hablar de lo que habría opinado de lo que son hoy las «guaridas offshore») y recomienda vigilar muy de cerca las confabulaciones de los mercaderes.

Sin embargo, todas estas apreciaciones son secundarias frente a la idea, producto típico de su época, de que la libre persecución del interés individual termina generando, siempre, enormes beneficios sociales. Es, efectivamente, la idea fundacional del liberalismo inglés.

Sin embargo, Smith intentó fundamentar esa tesis en una teoría general de la «naturaleza humana» que proyectaba hacia la eternidad lo que no era (ni es) otra cosa que la «naturaleza burguesa cuando la burguesía es hegemónica». Y esa teoría, que es a su vez el cimiento de todos los charlatanes neoliberales de nuestros días, es falsa, demostradamente falsa, incluso -y especialmente- en la Grecia clásica donde creyó haberla encontrado mejor representada.

 

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