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sábado , abril 27 2024
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Un faro moral

 

Por TEODORO BOOT *

 

Tuvo la desgracia de habitar un planeta colmado de seres humanos, malvados, mezquinos y contaminantes. Y de todo este inmenso planeta lleno de miseria y ruindad, vino a caer justo acá, donde todo es peor.

Fue el suyo un destino aciago, que lo agobió de angustia y desasosiego, de hondo sufrimiento por todas y cada una de las cosas y las gentes.

Sufrió mucho, inmensamente. Sufrió tanto que vivió hasta los cien años.

Quiso el Creador, en su infinita aunque muy ocasional misericordia, que nos dejara sin su voz, sin su amarga advertencia, sin su ejemplificador reproche, sin su señalamiento alerta y avinagrado, sin su incurable hipocondría, sin su palabra señera y anacrónica, siempre a destiempo… ¿o acaso demasiado oportuna, siempre a tiempo?

Hablamos del segundo escritor argentino más conocido por los argentinos. No puede decirse que haya sido un escritor muy leído –aunque tal vez sí muy comprado–, y no por falta de méritos, no porque los tuviera sino porque no viene al caso juzgarlos. Es que no hay mucho suyo para leer, excepción hecha de los ensayos, tediosos como corresponde a los ensayos, pero menos filosóficos que neurasténicos. Es decir, que son tediosos no por ensayos sino por tediosos, a no ser que el lector se desviva por conocer los desasosiegos que devoraban el alma de ese desdichado, extremadamente consciente de ser apenas una ventosidad en el infinito universo. Pero no una ventosidad cualquiera, sino una ventosidad muy importante. Una ventosidad moral.

Escribió tres novelas, de las cuales una gozó en su momento de gran popularidad. Es una novela rara, no por experimental, porque no contiene ningún experimento más que el de incorporar en el medio –pero no en el exacto medio, en la mitad, sino en el medio a la bartola– un relato que carece de la menor relación con el resto.

De las tres novelas, además de la famosa, por rara o por la separata sobre ciegos que contiene, una es directamente ilegible y la otra, la más breve, es la mejor, seguramente por carecer de pretensiones, lo que la vuelve una rareza en nuestra literatura y, muy especialmente, en nuestro escritor.

Pero la famosa, de mirarse con ínfulas de sociólogo, psicólogo o parapsicólogo de masas, permitiría adentrarse en el alma o el lugar común de una época, una clase y un país, en la dicotomía entre el norte y el sur, la tragedia y la esperanza, la violencia y la paz, la controversia y la comunión, el pasado y el futuro.

Así, el norte del país es el pasado, la carga de la Historia, la tragedia, la violencia de la larga y cruenta retirada de Lavalle hacia Bolivia con Oribe pisándole los talones, y el sur, la esperanza, la represa El Chocón, la paz y comunión entre argentinos, el futuro en que se zambullen en su huida del presente los torturados personajes de esa historia, ese futuro, ese mítico paraje en que todo está por hacerse. Y muy en especial, la patria ahogada en sangre por las antinomias, que surgirá pura, radiante, templada en los rigores del clima y otras boberías por el estilo, muy acorde con otra pavada de época: la civilización es hija del frío, mientras los trópicos sólo pueden engendrar molicie y barbarie.

Sería en el frío, en el duro sur que tanto se parece al duro norte germánico y anglosajón, donde se plasmaría la nueva Argentina, la Argentina sin pasado y libre de pasiones facciosas, la Argentina de la revista Gente en sus albores, el ensueño corporativo de la inminente gesta regeneradora de Onganía.

Es notable ver, ya decididamente atrapados por la parasicología de masas, cómo una clase social, cómo los escritores emblemáticos de una clase o una ideología que había ahogado en sangre al país que tanto despreciaba, que en nombre de la libertad había amordazado y proscripto a su pueblo, que había restablecido la pena de muerte y los asesinatos como modo de dirimir las disputas políticas, cómo esa clase renegaba del pasado, de la historia, de la memoria, para proponer un futuro límpido y libre de los ajustes de cuentas.

¿Pero de dónde la fama, el prestigio, la autoridad moral de este escritor que no había escrito mucho y no muy bueno, al menos, no sobresaliente?

De sus arrepentimientos.

Precoz y becado científico, renuncia a la ciencia y se va al campo, pero no a trabajar, sino a redimirse, a regenerarse y a escribir. Y escribe y publica un libro, una colección de ensayos en los que denuncia a la ciencia, su aparente objetividad y nos alerta sobre los procesos de deshumanización en las sociedades tecnológicas.

Sabe de lo que habla: ha sido científico.

Pero en su dura y torturada marcha hacia el pensamiento libre, de comunista que era, de secretario general de la Federación Juvenil Comunista, renuncia al comunismo y le hace una dura autocrítica, pública y ruidosa.

Sabe de lo que habla: ha sido comunista.

Eso sí, tuvo el mérito de no ser peronista sino opositor a Perón, oscuro demagogo que no sólo halagó a las masas sino que supo despertar sus peores pasiones, entre ellas el resentimiento que, en el caso argentino, se acumula desde el indio, el gaucho, el negro, el gringo, el inmigrante y el trabajador moderno, hasta conformar el gen peronista.

Textualmente lo dijo, casi con esas exactas palabras y la profundidad que le era proverbial, en El otro rostro del peronismo, que viene a ser, aunque usted lo lea y no lo crea, un escrito reparador, un escrito reivindicador de lo bueno del peronismo, un escrito objetivo… de cuando el gobierno peronista ya no existía y los peronistas estaban en cafúa. Eso sí, no todos. Un poco porque eran muchos y otro porque se habían exilado o, unos cuantos, habían sido fusilados.

Usted puede leer el opúsculo de adelante para atrás y de atrás para adelante y no encontrará ninguna explicación, ninguna causa, ninguna razón que explique el resentimiento del indio, del gaucho, del negro, del gringo, del inmigrante y etcétera. Será que eran locos, esperando la llegada del loco mayor, el gran resentido, el loco demagógico y filantrópico.

Usted advertirá: acá no se arrepintió. Y se equivoca, porque esto también es un ruidoso arrepentimiento, porque aunque usted no lo crea, en esa regurgitación de agravios creyó estar haciendo una reivindicación del peronismo y hasta fue el primero de los antiperonistas en resaltar la importancia de Eva Perón. Tanto, que podría decirse que fue casi el precursor del “evitismo”, el inventor del truco de ensalzar al muerto, que ya no jode a nadie, para denostar al vivo, que por estarlo, es el verdaderamente peligroso.

¿Pero de qué se está arrepintiendo y con tanto ruido como para publicar un escrito en el que ensalza nada menos que a Eva Perón?

De ser director de facto de la revista Tiempo Argentino, cargo al que renunció con una estruendosa carta abierta a su hasta ese momento idolatrado Pedro Eugenio Aramburu en la que denuncia las torturas a que eran sometidos los presos políticos peronistas.

Sabe de lo que habla: ha sido gorila.

Poco después, apenas Arturo Frondizi asumió la presidencia, fue designado al frente de la Dirección de Relaciones Culturales en el Ministerio de Relaciones Exteriores, a la que renunció al año siguiente disconforme con el gobierno.

Nadie supo ni sabrá jamás el nombre de quien ocupa la Dirección de Relaciones Culturales de la Cancillería, y como nadie sabe quién es, a nadie le importa si renuncia o no renuncia. Es más, ni se entera. Por mí, por usted, por millones de compatriotas, el director de Relaciones Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores podría haber sido y seguir siendo el mismo desde 1810, de manera que, para renunciar, a un director de Relaciones Culturales de la Cancillería le alcanza con apagar la luz, cerrar la puerta de su despacho y dejarle la llave al ordenanza.

Pero nuestro hombre, que además de culo inquieto es lengua suelta y rápido para la autocrítica, ¿no va y le hace la autocrítica a Frondizi?

Lo único que le faltaba a Arturo Frondizi era que también el director de Relaciones Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores le fuera con planteos.

El golpe de estado de Onganía, ya es sabido, alentó las expectativas de todos, excepto la de algunos pocos sindicalistas recalcitrantes, jóvenes peronistas tumultuosos, comunistas, trotskistas y castrocomunista. Si hasta Perón, que venía a ser la bestia negra de cuanto gobierno hubiera habido, apenas si pudo invitar a desensillar hasta que el panorama estuviera más claro.

Si “la serenidad, la discreción, la fuerza sin alarde, la firmeza sin prepotencia” manifestadas por Onganía en sus primeros actos, prevalecía, íbamos a poder, al fin, levantar una gran nación.

Lo dijo él, no yo. Si al fin de cuentas es ese el oscuro eje argumental de su novela rara.

Y ya era tiempo de venir y hacerle la autocrítica a la democracia, no cuando podía hacerse algo por la democracia sino cuando había sido reemplazada por la fuerza sin alardes. Y no en la intimidad, no en la frustrante, amarga sensación de haber contribuido a ensangrentar el país en nombre de la democracia, sino a los gritos, públicamente, porque la culpa no era de él sino de la democracia, que no lo merecía.

Fuerza sin alardes y firmeza sin prepotencia habrá también sido la de Jorge Rafael Videla, cabeza del golpe militar que acabó con el turbulento gobierno de los resentidos de siempre: almorzó con él en compañía de Jorge Luis Borges, Leonardo Castellani y Esteban Ratti, que no es adjetivo, oficio ni anatema sino el apellido del entonces presidente de la Sociedad Argentina de Escritores.

Fue una conversación amable y distendida sobre la cultura en general, temas espirituales, literarios, históricos, en los que imperó un altísimo grado de comprensión y respeto mutuo. Sépase que “en ningún momento el diálogo descendió a la polémica literaria o ideológica”. Tan sólo Castellani, un cura que debía ser medio resentido y bastante inoportuno, tuvo el mal gusto de reclamar la aparición con vida, cuando era tiempo, del escritor Haroldo Conti, quien una semana antes había sido secuestrado por un grupo de tareas de las Fuerzas sin Alardes.

Pero a la dictadura también le iba a tocar el turno de caer bajo sus rayos flamígeros, y esta vez con mucho más ruido que nunca, a tenor de los horrores que demoró siete años en señalar, cuando ya no se estaba a tiempo de remediar nada, y también a tono con la envergadura moral que a esa altura había alcanzado el personaje. Podría haber sido su despedida triunfal y de algún modo lo fue, ya que a partir de entonces entró en el Reino de los Cielos, del que nunca más salió.

Del Nunca Más, de eso hablamos. Del informe presentado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, que tuvo a bien presidir y cuyo prólogo escribió, produciendo una de las aportaciones más extraordinarias a la ciencia de la patafísica: la teoría de los dos demonios.

El horror de lo escuchado había sido de tal envergadura que era imposible recurrir al eficaz remedio del perdono a tutti. ¿Cómo hacer entonces para dejar a salvo, en el limbo de la ingenuidad y el paraíso de la ignorancia, a la misma sociedad que había sido promotora, testigo y encubridora de ese horror? ¿Cómo dejar a salvo su propia indiferencia ante el destino de tortura y muerte al que su preocupación por la cultura en general, la plática amable y distendida, y su silencio habían condenado a Haroldo Conti? Y a tantos otros, tantísimos sobre cuyos cadáveres y cuyos padecimientos daba el último paso para encaramarse en lo más alto del prestigio moral.

Era una vez más la apelación a la ingenuidad y a la ignorancia, la comprensión y el respeto mutuo, el debate distendido, el rechazo a las antinomias, a la polémica, a la lucha, a la confrontación, a la resistencia. Son otros, son ellos, son el pasado quienes nos han ensangrentado debido a su intemperancia, resentimiento y fanatismo, son los demonios que se combaten entre sí ante la sorprendida, azorada mirada de todos los buenos. Él, en primera fila.

Es de nuevo el recurso de su novela rara, el rechazo de la propia realidad y la propia historia y la huida hacia ninguna parte pero disfrazada de hazaña, de proeza, de auténtica gesta. Moral, eso sí, que no duele.

Es hazaña, en efecto, verdadera hazaña la de construir un prestigio en base a la reiteración incesante de los mismos errores, a la observación a destiempo, al silencio siempre cómplice, a la palabra cuando es impune, al anatema tardío disfrazado de autocrítica. Son ellos, son los otros. Nosotros siempre nos enteramos tarde, no nos dimos cuenta, ocupados en otras cosas. Somos inocentes, buenos, individualistas, autosuficientes y éticos; damos cátedras de moral.

Un 30 de abril del año 2011 se apagó el faro moral de los argentinos, pero queda su luz, tenue, difumada, sin claroscuros, como corresponde, pero eterna, como el aire, el agua y la bosta.

 

  • Escritor, periodista. Autor, entre otros textos, de Espérenme que ya vuelvo, Sin árbol sombra ni abrigo y La verdad verdadera. 

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