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El 17 de Octubre de Donald Trump

 

Por CARLOS BALMACEDA *

 

El tipo, rubión, lleva un gorro de cuernos y gasta bigotes de “hillbilly”. Está parado en un salón del Capitolio y así como el que planta sus botas texanas sobre el escritorio de Nancy Pelosi, o el que entra al edificio con la bandera confederada, se identifica con el movimiento “White Trash”, “Basura blanca”, eso que tantas veces le han dicho, y que ahora ha invertido en su sentido, tal como Evita hizo con aquel “grasa” que la oligarquía le dispensaba al pueblo y que por ella se convirtió en un orgulloso y tierno “grasita”.

El tipo, que parece salido de un episodio de “Los Simpsons”, se hartó de ser un descendente sonso del “Mayflower”, de vivir en una casa rodante y de que se sospeche, o realmente suceda, que tiene hijos con su hermana.

Ha visto llegar a cientos de miles de inmigrantes que lo aventajaron en su ascenso social, y, como conviene a un natural desplazado por extranjeros, está resentido; por eso, cualquier retórica demagógica y reaccionaria se le antoja dedicada a su historia, y así es como clava el dial en el programa de algún líder de opinión ultraderechista y asiente cada exceso del tipo.

Se lo podría considerar un títere de Steve Bannon, pero en verdad es algo más: pueblo bajo, basto, cinturón oxidado, postergado por una meritocracia que con una mano envuelve a Wall Street, y, completando el truco de magia, dispensa millones para Lehman y sus hermanos, parásitos sin mérito que a Ted, llamémosle Ted ya que estamos, lo hunden un poco más, en su aparcadero de trailers.

Pero un día, Ted, el de los cuernos, encuentra su Perón, un tipo que le habla a él, al nadie. Convengamos, lector, que la analogía es osada y renga: Trump no es un líder popular ni un estratega antiimperialista, es  un “tipo listo”, un intuitivo que ve la decadencia del imperio y le pone unas curitas a su industria y un par de aspirinetas a sus “basuritas”, que así llamará el tipo a su base electoral el día que sepa que la Abanderada hizo esa operación semiológica.

Cuestión que Ted sabe que a Trump lo quisieron voltear apenas empezó su período. Y aunque desconoce lo que son las “revoluciones de colores”, no ha sido otra cosa lo que el tío Donald sufrió desde aquel  noviembre de 2016 cuando todos los Ted de la Unión lo ungieron presidente.

En efecto, entre el 9 y el 10 de noviembre de 2016 unas setenta ciudades de Estados Unidos se movilizaron, como nunca lo habían hecho, contra un jefe de estado legítimamente elegido.

Hoy se hacen cruces los que ven por los pasillos del Capitolio a un tipo con el lema “Trump es mi presidente”, pero ni mu dijeron cuando la consigna oficial de los que marchaban en aquel 2016, era “Trump no es mi presidente”.

A Trump se lo llamó xenófobo por sus compadradas con el muro, dejando de lado que miles de mexicanos murieron intentando cruzar la frontera desde los tiempos del progresista Clinton; se lo tildó de violento, al usar su Twitter como un Colt de cebitas y se lo coronó con la frutilla del postre, el mote que Hollywood puso de moda con el “Me too” y que llegó a las playas de esta colonia en forma de escrache: “machirulo”.

Su base electoral, que recuperó orgullo y empleo, desoyó sin embargo todos los remoquetes, como cuando al general lo llamaban “sátiro” para inventarle romances con las pibas de la UES, y los “grasitas”  hacían oídos sordos a la ofensa.

Se insistirá en el exceso de la comparación y lo forzado de la equivalencia, pero estas horas, en las que Trump va de salida con un impeachment, parecen un 17 de octubre yanqui, con un hombre cercado por la clase política tradicional y un pueblo que pone las patas en la Piscina Reflectante del Monumento a Lincoln, en Washington DC.

 

Las vidas de la basura blanca no importan

A Black Lives Matter le interesan, tal como dice su nombre en inglés, las vidas de los negros, aunque vaya a saber si las de los sirios, libios, iraquíes y palestinos asesinados por decisión de  las administraciones demócratas. Y tampoco le importan las vidas de aquellos compatriotas blancos señalados como basura, de los que cuatro han caído en los pasillos del Capitolio.

Por eso mismo, el propio Joe Biden los ha ensalzado, diciendo que la represión antes sufrida por sus militantes no se compara con la que padecieron los trumpistas, zanjada apenas con cuatro o cinco muertos. Retoma así las palabras del intelectual afrodescendiente Eddie S. Glaude Jr. que aseguró que “no hay forma de que los manifestantes de BLM pudieran haber estado en las escalinatas del Capitolio y mucho menos forzando su entrada desde adentro del edificio”. 

Omite que los activistas de BLM llegaron a montar una comuna de la que fue desalojada la policía para autogobernarse. Aquella fue llamada Capitol Hill Free Zone o Capital Hill Ocuppied  Protest, un soviet de 0,16 kilómetros cuadrados. Seis manzanas, pequeña, pero lo suficientemente ruidosa como para que hasta el propio Trump le dedicara un par de tuits.

A ningún medio de eso que se conoce como “prensa occidental”,  se le ocurrió entonces tachar a los revoltosos de golpistas, o señalar que su accionar socavaba las instituciones de la democracia estadounidense.

De hecho, tanto la alcaldesa como la jefa de Policía se mostraron comprensivas y decidieron que cesara el monopolio de la fuerza del estado para que los militantes antifascistas del movimiento Puget Sound John Brown Gun Club, recorrieran armados sus calles.

¿Se enteró el lector de este ensayo maximalista en pleno corazón del imperio?

Claro que no, es que toda noticia que involucre a los revoltosos de BLM se minimiza o se la presenta bajo la óptica de una feliz iniciativa progresista.

Historia vieja. Ni “La Nación” ni “La Prensa” se horrorizaron cuando los días previos a nuestro 17 de octubre las niñas de la oligarquía pintaron el Círculo Militar y organizaron un pic nic en sus jardines. Es que hay manifestantes y manifestantes, como se puede apreciar.

Sin embargo, este emprendimiento no solo puso de cabeza la democracia liberal y representativa de los Estados Unidos sino que terminó decididamente mal. Se inició el 8 de junio de 2020, en protesta por el asesinato de George Floyd, cuando la alcaldesa Jenny Durkan avaló la protesta y, como ya se ha señalado, decidió junto con las autoridades policiales retirar al estado de las calles.

A partir de ese momento, la tasa de criminalidad se triplica. El 20 de junio muere un joven en un tiroteo y a las 48 horas, la alcaldesa ya no se muestra tan convencida como al principio por la celebración libertaria dispuesta en su municipio.

El 24 de junio los comerciantes y empresarios se le plantan a la ciudad y elevan una demanda: en el lugar ya no se respeta la propiedad.

Hacia el 29 de junio, los muertos se elevan a dos, esta vez es un niño de 16 años. Otro, de 14, queda gravemente herido.

Al día siguiente, como si se hubiera hartado de los revoltosos del grado, Carmen Best, jefa de Policía, dice “ya fue suficiente, necesitamos poder regresar al área”.

Paradójicamente,, en una zona dominada por el movimiento antirracista Black lives matter, un joven negro murió y otro resultó gravemente herido cuando el jeep en el que viajaban se estrelló contra una barricada.

Las tiendas veganas al paso, el cine político, la utopía de un lugar sin policías, terminó con casi tantos muertos como los que se registraron en el asalto al Capitolio, aunque la policía no estuvo allí para reprimir a nadie.

 

Black Lives Matter: marxistas al servicio del capital financiero trasnacional

Estaban en la Unión Democrática, eran socialistas y comunistas. De hecho, hoy todavía andan por aquí, en un tuit de Manuela Castañeira apoyando a Biden cuando los muchachos de Trump rodearon el Capitolio.

Siempre fueron una izquierda funcional al poder, pero ahora lo son de una manera obscena, en la que no caben disculpas por equívocos o estrategias erradas, que pudieron existir en el pasado, al pararse a ver las cosas desde mangrullos impropios.

El Partido Comunista Argentino fue ejemplar en este sentido. Consecuente con su seguidismo de las políticas soviéticas, erró cada vez que miró con ojos ajenos al campo popular, pero así y todo pudo, con el correr de las décadas ajustar su periscopio en “argentino” y caminar al fin con las grandes mayorías.

BLM, de vuelta de la Guerra Fría y de la caída del Muro, no es más que la versión hipertrofiada y cínica de aquello.

Alicia Garza, Patrisse Cullors y Opal Tometi, sus referentes, se definen como “marxistas entrenadas”, homenajean a Cuba y Venezuela, pero reciben aportes de Amazon, Microsoft y de la Fundación Ford.

Esta expresión de la disidencia controlada que agita desde la izquierda del sistema pero recibe fondos por el bolsillo derecho, como se ve, es demasiado obvia.

BLM postula un “socialismo racial”, donde el sujeto de la historia ha sido desplazado del obrero a la mujer negra, pero eso sí, el vértice de la lucha no será cualquier fémina de color, sino una en lo posible bisexual y mórbida.

Con ustedes, entonces, la estrategia de la fragmentación: el arenero de los géneros, donde la humanidad reivindica una gozosa libertad sexual mientras tres cuartas partes mueren de hambre.

Cuentan con el apoyo de toda la “prensa libre”, como la BBC, que señala que “crearon un movimiento mundial a partir de una etiqueta de redes sociales”. Ni más ni menos que la glorificación de las redes como espacio alternativo a la política, lo que podría parafrasearse como “dadme un hashtag y moveré al mundo”

 

Qué mala es Harris

En este engañoso juego de humo y espejos, nada es lo que parece. Kamala, que llega con todo el empuje de movimientos como el “Me too” y el BLM, tenaces críticos de Donald Trump, ha sido tan o más racista que éste a la hora de impartir justicia. Como fiscal, persiguió y envió a la cárcel afrodescendientes que, luego se supo, eran inocentes.

Opuesta al uso recreativo de la marihuana, es partidaria de la criminalización del consumo personal, otra posición que los “hippies” de Capitol Hill no validarían, por cierto.

Como se ve, la progresista Kamala no se distingue de Trump, ni siquiera en su visión de la política internacional. De Niicolás Maduro, afirma que es “un dictador represivo y corrupto”, una opinión que de ningún modo comparte Opal Tometti, líder de Black Lives Matter que condecoró al presidente de Venezuela en la Cumbre de Líderes Afrodescendientes realizada en Harlem, Nueva York.

Sin embargo, al verla asumir como vicepresidenta de los Estados Unidos, las cabezas de BLM exclamaron “¡Se parece a nosotras!”

Y en verdad, sí se parece, pero no del modo en que ellas ni la propia Kamala se autoperciben.  

 

Trump lleva en sus oídos

El  impeachment que por estas horas fogonean los demócratas es toda una novedad traída por el propio Donald Trump. Implica la necesidad de enterrarlo definitivamente, de instituir su propio decreto 4161. En Estados Unidos, un presidente saliente es una pieza de museo, una estatua que se estrenará como lobbysta o conferenciante asimilado definitivamente al “estado profundo” que lo ungió y que ahora lo retira para dar paso a otro engranaje.

Trump es distinto: como outsider de la política, poco le debe a los centros de poder económico y al sistema de promoción de candidatos de su país: como personaje público, sigue teniendo un capital intacto, más todavía por haber llegado, después de cuatro años de boicot, a una cifra de votantes altísima, inaugurando, de paso, un movimiento que apareció como subsuelo sublevado en la toma del Capitolio.

Donald Trump y sus seguidores tienen conciencia de sí, saben que esa corriente nueva en la política norteamericana, el trumpismo, responde a las angustias y necesidades de una masa largamente postergada, por lo que poco importa qué ocurrirá en el futuro con los pasos más o menos vacilantes de su mentor, que posiblemente se “descarne”, avatares biológicos mediante, para ser remera o foto en algún hogar del Estados Unidos profundo.

El movimiento, por otra parte, ya tiene mártires, entre ellos, Ashley Babbitt, una mujer, para más militar, veterana de las guerras que los Estados Unidos enaltecen como tales pero que no son más que invasiones. Poco importa aquí la diferencia: en su percepción, esta heroína será conceptuada como una “loca de la guerra” a fin de invisibilizarla.

Nuestra comparación, como se puede apreciar, sigue siendo forzada, y a más de un lector le chocará que equiparemos a esta asaltante del Capitolio con Darwin Passaponti. Sepa entender la validez de la analogía, y lo que significa como puerta abierta a otras miradas como las que veremos a continuación.

 

Trump según O`Donnell y Rouvier

Dice Santiago O`’Donnell que Trump es “racista, machista y chauvinista”; condiciones personales que habrían determinado el ejercicio de su poder.

La mirada progresista resalta los rasgos biográficos cuando conviene, para escamotear las decisiones y los efectos de ciertas políticas. Lo que O’ Donnell no menciona es que bajo la presidencia de Trump, jalonada de bravuconadas que exaltaron esa persona escénica que él mismo describe, no se produjo la invasión a ningún país y que Manuel López Obrador lo respetó hasta los últimos minutos de mandato, tanto, que dilató hasta lo indecible el reconocimiento de la victoria de Biden.

Repite el mote de “machista”, como si eso hubiera determinado alguna consecuencia sobre las mujeres norteamericanas, o sobre las del resto del planeta.

La imputación personal es confusa. La feminista Hillary Clinton es la responsable de que mujeres libias, iraquíes, sirias y afganas, sufrieran los peores tormentos en manos de una de sus creaciones, el Estado Islámico, que torturó, violó, asesinó, vendió y casó en matrimonios forzados a cientos de miles de ellas.

O’ Donnell, como tantos otros, jamás expondrá esta consecuencia trágica y esta paradoja perversa, protagonizada por la mujer que dijo “vine, vi y murió”, cuando al líder de Libia lo arrastraron por las calles de su país, para violarlo y lincharlo, un acto propio de machirulos.

El atajo moral, otra jugada habitual de los bienpensantes progresistas, permite estos ocultamientos.

Más sobrio, menos parcial, Ricardo Rouvier destaca que hubo quienes hablaron de un Trump peronista, equivocando al nacionalismo periférico con el de un país central.

No hacía falta aclararlo, pero se acepta el convite a la discusión. Es claro que esa noción no se nos escapa a los que jugamos con ella, como de hecho hacemos en este envío.

Pero Rouvier, en un análisis que se pretende medular, afirma además que Trump fue “un peligro a la paz mundial”.

Como ya se ha dicho, más allá de algún acto repudiable como el asesinato del general Soleimani, héroe de la República Islámica de Irán  (decisión que aún hoy no sabemos hasta qué punto fue tomada por Trump o por los halcones del “deep state”) fue el más pacifista de los bravucones, con su permanente “agarrame que lo mato” vociferado en miles de tuits.

Esa sobreactuación no puede separarse de lo que Trump admitía resignado: que Estados Unidos dejaría de ser el gendarme del mundo. Mediática, aparatosa, la táctica fue al mismo tiempo un modo de tramitar el duelo para sus propios ciudadanos, que a través de este exceso simbólico, se despedían, no sin cierta melancolía, de su condición de cowboys planetarios.

El modo resultó eficaz, tanto para contener a los halcones, distraídos en contiendas inminentes que nunca ocurrieron, como para sustraer al aparato militar los dólares que necesitaba la industria y el consumo interno. De esa manera, Trump aceptaba y suscribía el ingreso de los Estados Unidos a un mundo multipolar.

Rouvier vuelve a errar cuando supone que lo que Trump buscaba era reconstruir “el imperio blanco que fue y que ya no es”. En este sentido, leer su pose histriónica, sus mandobles mediáticos y atender la evolución interna de la economía yanqui, nos da la respuesta más cercana a la realidad.

Afirma el sociólogo que esa “base popular nacional” fue dispuesta “a contramano de la globalización”, lo cual es cierto, pero no lo es su conclusión, que ya adelantamos. Precisamente, extendiendo el concepto de Rouvier, y observando los pasos de minué que Trump dio con China y Rusia, se puede comprender que el bocón con modales de cowboy, aceptaba este nuevo orden con sede en Moscú, Pekín y algunas filiales más.

Dice Rouvier: “hay un aspecto de la hegemonía mundial que debe considerarse; y es la evolución de las ideas, la libertad de costumbres, la integración cultural que propone hoy la alta burguesía dominante” El sociólogo afirma que frente a este panorama Trump fue “demasiado antisistema”. El mote y la observación son pertinentes y se enlazan con varios ejes que aquí se describen y analizan.

Ya mencionamos que Trump fue recibido con setenta ciudades alzadas al grito de “no es mi presidente”; por otra parte, no es un dato menor la resistencia que el movimiento “Me too” le opuso, desde aquellos primeros tiempos, hasta Lady Gaga pidiendo el voto para Biden en nombre de “sus hijas, sus hermanas y sus mujeres”.

No está demás recordar que esa apelación a una misoginia que, -puesta sobre el tablero de las decisiones políticas, se transparenta en violencia y muerte para las mujeres en el caso de Hillary Clinton-, desaparece en los mismos términos para Trump, y que es la acusación sobre dos supuestos ataques contra ocasionales parejas, lo que retiene en condiciones infrahumanas de detención a un héroe de nuestra época, el periodista Julian Assange.

Suponemos que Rouvier se refiere a esta ola cultural cuando habla de “evolución de las ideas” y “libertad de costumbres”. Queremos creer que no lo hace en términos explícitos porque su artículo es breve, aunque no podemos dejar de pensar que lo define en términos absolutamente equívocos. En nombre de un feminismo autoritario que censura y persigue bajo el eufemismo de “cancelación”, Assange fue encarcelado y Trump jaqueado desde su primer día de mandato. Es difícil apreciar entonces qué ideas evolucionaron y qué libertad de costumbres estaríamos disfrutando.

Los días siguientes del asalto al Capitolio nos dieron una muestra más de ese estado de cosas: Trump, el comandante en jefe del ejército más poderoso del planeta, fue censurado en Twitter y en Facebook, y así, la “alta burguesía dominante” que describe Rouvier y que ha enaltecido al mundo con esta “libertad de costumbres”  tan promisoria, instaló una dictadura corporativa que por estos días mostró los verdaderos alcances de su censura, cuando la Asamblea Nacional venezolana sufrió la “cancelación” de su página de Twitter.

 

Trump según Duguin

Maniqueo, dramático y excesivo, su luna de miel con Trump fue un largo enamoramiento multipolar, pero aún así, allí va el mejor analista que la presidencia del blondo pudo tener.

Alexsandr Duguin, teórico de la multipolaridad y defensor de una vuelta a las tradiciones que a veces incluye un discutible medievalismo, dio en el blanco con varias cuestiones en torno a la salida de Trump. Obvie el lector sus demasías, como proclamar que “nuestro nombre es Ashley Babbit”, pero deténgase con el que escribe en afirmaciones como “en este país ha llegado al poder una verdadera dictadura liberal de izquierda (…) un golpe de estado apadrinado por unas élites ilegítimas (…) pero la novedad en todo esto es que por primera vez en las historia los globalistas han utilizado un escenario propio de una revolución de color (el cual incluye el robo electoral, fraudes y campañas de desinformación)”.

La descripción de Duguin puede conceptuarse melodramática pero es esencialmente justa. De hecho, los movimientos anti Trump, promovidos desde antes de su asunción, fueron parte de este golpe destituyente, y resultaron la semilla de una polarización que aumentó de forma sideral la cifra de votantes, usualmente baja en la Unión.

Que Biden y Trump resultaran los dos candidatos más votados en la historia de Estados Unidos, no fue un efecto de un cambio cultural profundo, sino de una politización atizada por los medios hegemónicos anancados en la “evolución de las ideas” y la “libertad de costumbres” que menciona Rouvier.

Es la misma táctica desplegada por Mauricio Macri en su sonada gira por las treinta ciudades argentinas que hicieron subir su porcentaje de votantes desde las PASO a las generales, o que devino en multitudes vociferando que eran Nisman hace exactos seis años.

Las redes y su efecto burbuja, que encierra en una falsa totalidad a parcialidades que se reconocen entre ellas como realidad completa, generan estas conductas, ávidamente cosechadas por las élites globales en Ucrania, Egipto o Argentina. Una politización atolondrada, que no es cultura política, como advertía el general Perón, instrumenta las movilizaciones, con el latiguillo de unos cuantos eslóganes dichos por un loco lleno de sonido y de furia.

Coincidimos en un todo con Duguin cuando afirma que “los antifa y BLM empezaron todo. El Capitolio fue una respuesta contra ellos”. Todo lo aportado a lo largo de estas líneas en relación a este tema refrenda lo que asegura el filósofo ruso.

 

Perón y después

“El trumpismo es mucho más que el mismo Trump. Trump tiene el mérito de haber iniciado este fenómeno. Pero ahora el trumpismo debe ir mucho más lejos que el mismo Trump”, nos advierte Duguin, y otra vez acordamos con su afirmación.

Como se dijo casi en carácter de provocación al inicio de estas líneas, a Ted alguien le habló por primera vez, lo vio a los ojos, lo sumó a los tumbos a la política. Ted tiene cabeza de Homero Simpson y cuerpo de John Goodman, pero Ted entrevió abierta la ventana de la historia y quiso colarse por ella.

Lo llaman supremacista para subirle el precio, pero el tipo es solo uno que masculla  contra los inmigrantes que le roban su trabajo, entre el oficio religioso del domingo y la barbacoa que engulle un rato después. Es un ciudadano al que desde hace doscientos años las corporaciones lo dejan fuera de cualquier decisión, convocado cuando hace falta para poner el cuerpo en alguna guerra. Ted es Carl también, porque es negro, uno de los tantos que apoyan a Trump, y además es José, porque es segunda generación de mexicanos, uno que no cree en esos pinches cabrones de los demócratas que le han sacado el pan de la boca a sus hijos y a la familia que tiene del otro lado del muro, esa que espera en vano sus dólares, aspirados por la industria bélica yanqui.

Luego de agitar la grieta, ese invento que es global, Biden convocó a la unidad y la paz. Si el lector ha seguido detenidamente la evolución de los ataques hacia Trump, la confrontación de grupos como BLM y “Me too” con su gestión vertidos en estas páginas, entenderá que ese quiebre fue orquestado, financiado y difundido por las grandes corporaciones, como una muestra más de la “evolución de as ideas” de las que habla Rouvier. En este sentido, el nuevo presidente designa al supremacismo como un nuevo enemigo, y entonces Ted, Carl y José se amontonan en ese colectivo, fantasmón que agitarán BLM y el “Me too” para que persista la “libertad de costumbres” alcanzada en esta época.

Ese supremacismo blanco es no solo la mejor garantía de una financiación facilitada por los Bezos y los Gates, sino también la forma más eficaz de crear un enemigo cultural, enterrando  al sujeto de la estructura, el postergado demandante económico.

Es lógico, así como en el ’45 se batía el parche contra el nazifascismo, evitando mirar a las masas que habitaban el subsuelo de la Patria, ahora se confronta a   este adversario imaginado, al que siguiendo el manual de la grieta se puede estereotipar a gusto, llamándolo “basura blanca”, así como en el ‘45 otros fueron “grasitas” o “cabezas”, hablar de hordas violentas, como alguna vez se describió al “matonaje lumpen de la Secretaría de Trabajo y Previsión”, o suponer que los manifestantes pro Trump entraron al Capitolio porque la policía les facilitó el trámite, del mismo modo en que luego de gritar “quién para esto”, se bajó el Puente Pueyrredón para que pasaran las multitudes.

Donald Trump se despidió con un “de algún modo volveremos”, inusual para la historia norteamericana, tan poco afecta al abrazo y las multitudes en las calles. Ya había pedido “vuelvan a casa” de la misma manera en el que el General recomendaba ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. ¿Volverá? Como bien apunta Duguin, Trump apenas encarna un movimiento que lo supera, pero si le da el cuero, es posible que lo haga. Solo tendrá que esperar qué tan malos son “los que vinieron después de nosotros”.

 

  • Escritor, periodista, actor / LSM

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