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UN REPORTAJE PARA RECORDAR A FONTANARROSA / “El SARS es una pantalla de humo para tapar la crisis de Central”

Por MIGUEL FRÍAS *

En el subsuelo del café en el que para, en Rosario, ofrecen Fontanarrosa a la carta, pero él no baja a ver la puesta. Por año, casi cien directores, conocidos o anónimos, procuran llevar algún texto suyo a escena.

Roberto Fontanarrosa baja de su habitación con un ejemplar de Clarín plegado bajo el brazo y los ojos hinchados por el reciente despertar. Viste, como de costumbre, zapatillas, jeans y buzo al hombro: le faltaría una radio portátil para completar el uniforme de plateísta rumbo a la cancha. El lo preferiría, pero no. Está en Buenos Aires para presentar Usted no me lo va a creer, su décimo libro de cuentos; Aryentains, una obra de teatro basada en esos cuentos, y el tomo 27° de Inodoro Pereyra. Las obligaciones periodísticas lo aguardan. Deja la llave en la elegante recepción del hotel, intercambia un saludo cordial —sin derrochar expresividad— con el conserje, se disculpa ante Clarín por la temprana cita, y propone: «Podemos desayunar en el bar de la esquina para hablar más tranquilos».

La calle Suipacha parece vacía. Pero los fanáticos de Fontanarrosa, como él lo comprobó en los mundiales de los Estados Unidos y Francia, suelen brotar de cualquier lado. Ahora es un portero que pasa la franela por un vidrio. O un automovilista que clava los frenos, baja la ventanilla y grita: Grande Negro, sos lo más grande que hay. El ídolo agradece sin demagogia; a los 58 años, logró que su incomodidad ante el elogio sea casi imperceptible. «Soy poco demostrativo, hasta cuando voy a ver a Central —admite—. Es malo para mi salud: a veces vuelvo a mi casa con terribles dolores de cabeza. Mi descarga es ir a jugar al fútbol con amigos, aunque, a esta altura, decir que juego… En realidad perdí el amor propio como jugador: ni siquiera me putean cuando pierdo una pelota. Pero sigo. Porque uno puede andar en bicicleta y seguir pensando en sus problemas. Pero al jugar al fútbol sólo se piensa en fútbol».

En el bar, la charla no empieza con la tranquilidad prometida. La mesa está cerca de la barra. A la música alta, los pedidos a los gritos de los mozos y el alarido de un teléfono se les suma el ronroneo metálico y vaporoso de una máquina de café, que tapa el diálogo cada vez que entra en funcionamiento. «Parece que estuviéramos en un submarino», reconoce Fontanarrosa, alzando la voz como si fuera un personaje de Viaje al fondo del mar. Nada grave. Más difícil fue enfrentar a la multitud oblicua que lo escuchó en la sala Jorge Luis Borges de la Feria del Libro. Esa noche, con los brazos cruzados frente al micrófono y los ojos entornados hacia arriba, él dijo: «Pocas veces había estado en una sala con las butacas en forma vertical. Es intimidante, como ver venir una ola enorme. Ahora entiendo lo que siente un jugador al entrar en la Bombonera».

-Antes de presentar ahí un fragmento de Aryentains admitiste que ver teatro te pone nervioso. Dijiste: «Ahora vamos a ver qué hacen estos muchachos. Cualquier cosa disimulen. Pase lo que pase, al final aplaudamos».

-El teatro es de una transmisión tan directa que cuando es bueno se disfruta mucho y cuando es malo se sufre mucho. Si no te gusta una película podés levantarte e irte sin lastimar a nadie. En teatro, no: allí es más directa, también, la vergüenza ajena, el temor a que algo falle. Sólo disfruto cuando el tipo que está arriba me muestra que maneja la situación. Pero cuando veo tocar a mi hijo Franco (de 20 años) no puedo escuchar por el miedo a que se le caiga el bajo. Debe ser terrible tener un hijo futbolista.

-Uno, como espectador de fútbol, es impiadoso. Piensa que el insulto puede mejorar el rendimiento de un jugador…

-Es verdad. Hasta los jugadores repiten: Los hinchas tienen todo el derecho del mundo a putear. ¿Será así? ¿Se admitiría eso en teatro? Que un espectador se parara en medio de la obra y le gritara a un actor: ¡Andate, hijo de puta, dejá de robar!. O que le pidiera al director de la obra que lo sacara.

O que todos se pusieran a cantar «La camiseta de Shakespeare se tiene que transpirar…».
(Risas) Es cierto. Y los espectadores también somos víctimas de ciertas convenciones. Si vas al baño en un teatro y te encontrás con que no hay luz ni agua, que está todo roto e inundado, salís por lo menos a quejarte. En la cancha no, todos aceptamos que es lo natural.

-Más allá de la ventaja de contar con un buen baño, y de ser uno de los autores preferidos de los directores teatrales, no sos un espectador fanático de teatro.

-Ni siquiera soy un espectador consecuente. No veo obras basadas en textos míos porque conozco los finales. He quedado mal con todos los elencos, especialmente con los rosarinos. Yo paro en un boliche llamado La sede, que tiene un sótano llamado La subsede. Allí hay un grupo que hace Fontanarrosa a la carta, con cuentos interpretados a pedido del público. Hasta ahora me mantuve en la superficie, no bajé a verlo. Soy un desastre. Necesito un estímulo fuerte para ir al teatro; estímulo que no necesito para el cine ni, mucho menos, para el fútbol. Jamás me pregunto qué tipo de espectáculo me brindarán Central y Chacarita. Me gusta ver a jugadores importantes como D’Alessandro, pero si viene Platense con la tercera por un conflicto de contratos, voy igual.

-¿Por qué pensás que no te atrae tanto el teatro?

-Son costumbres. Mi familia, especialmente la de mi vieja, era de ir al cine. El lenguaje del teatro me resultaba, ¿cómo decirlo?, demasiado teatral, demasiado enfático, no terminaba de resultarme verosímil. Qué curioso que uno aceptara como más natural al cine, que requiere de una pantalla sobre la que se proyectan fotogramas. Hasta que alguien me explicó que los actores de teatro no necesariamente intentan hacerte creer algo. El teatro, como todos los géneros, tiene sus códigos. Si uno entra en ellos se disfruta mucho.

-¿Cuántos textos tuyos fueron llevados al teatro?

-Ni idea. En 1973 recibí el primer pedido de autorización, de un grupo de Saladillo que iba a montar Inodoro Pereyra. Ahora firmo un promedio de dos autorizaciones por semana, casi todas para grupos no profesionales del interior que trabajan a la gorra. Me gusta pensar que se manejan como aquellos radioteatros de pueblo. Otros cuentos míos fueron llevados al teatro en Uruguay. Lo inusual es que sean interpretadas por tipos conocidos.

-No es tan así…

-Bueno, es cierto que hubo gente como Pablo Brichta, Manuel Vicente, Gustavo Garzón o Santiago Varela. Pero deduzco que muchas otras puestas han tenido vida corta. Los cuentos más requeridos han sido El mundo ha vivido equivocado y 19 de diciembre del 71. Un dato alarmante, ya que ambos son de mis primeros libros. De ahí en adelante debo haber entrado en una decadencia sostenida.

-¿Por qué imaginás que alrededor de cien directores, famosos o no, te eligen al año para hacer puestas con tus cuentos?

-Alicia, la esposa de Quino, me dice que escribo como hago historietas: a puro diálogo y acción. No me detengo a dar explicaciones ni a ahondar en la psicología de los personajes. Mis textos son directos y tienen una estructura clásica, de fácil transcripción. Están escritos con un lenguaje coloquial, o al menos urbano, que genera complicidad en el público. Así, ciertos profesores evitan recaer en El conventillo de la paloma o El casamiento de Laucha.

-¿Qué sentís al ver adaptaciones ajenas?

-Tranquilidad. Cuando hay aciertos se dice Qué bien estuvo Fontanarrosa y cuando la obra está mal culpan al que hizo la adaptación. Es injusto. Por eso prefiero que pongan «versión libre». Finalmente son ellos, en el escenario, los que miden las reacciones, los que reciben las hipotéticas cachetadas. Con Les Luthiers comprobé que el público es imprevisible ante el humor.

-¿Querrías hacer tus propias adaptaciones?

-No tengo tiempo. Y creo que tampoco ganas. Yo escribo un cuento, me cuesta más o menos trabajo, lo termino y ya está. Después me llama un tipo para modificarle el final o alargarlo y yo, en principio, le digo: No me hinches las pelotas, no me hagas laburar. Hacelo vos. Si no le escribí otro final es porque no lo encontré. Una vez le pregunté al Gordo Soriano, al que le llevaron muchas novelas al cine, si se metía en la adaptación. Yo vendo el libro y lo largo, me contestó. Creo que era una actitud sana.

-Al escribir, ¿tomás en cuenta la posibilidad de que ese texto sea llevado al teatro?

-No. En todo caso, me doy cuenta de si determinado cuento puede funcionar en teatro. Si en el texto pongo a catorce tipos construyendo un portaaviones, lo veo complicado. Aunque el teatro tiene convenciones: Mendieta puede ser un hombre disfrazado de perro y la gente lo acepta. Esto es más raro en el cine.

-¿El hecho de no meterte en el teatro responde a tu actitud de cuidar tus espacios de ocio?

-Soy un tipo paulatino, pienso mucho cada decisión. Siempre fui muy celoso de mi independencia y mis rutinas de trabajo. Mi trabajo es un fin en sí mismo, no lo hago pensando en pintar o hacer meditación en el futuro. También hay cierta vagancia. Suelo dejar bien en claro lo que privilegio. Nadie me va a invitar a una reunión si juega Central. Es bueno que esté todo claro.

Alguien golpea el vidrio y gesticula. Es el Petaco Carbonari, defensor de Central, que está concentrado en un hotel cercano con el resto del equipo rosarino. Fontanarrosa se disculpa; quiere unirse a ellos lo antes posible. Ahora se entiende por qué la cita había sido temprano. Antes de irse, el humorista habla de sus miedos: «Todo; el conflicto en Irak, el ballottage, el SARS, todo es una pantalla de humo para tapar la crisis de Central con la promoción y el descenso». Después se pierde en la calle, siguiendo la ruta de sus pasiones.

 

  • Publicado en Clarín. Año 2003 / LSM

 

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