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viernes , abril 26 2024
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Noemí, los zapatos de Aldo y un domingo de reencuentro

Por RODOLFO LUNA *
–Vení de una vez, dale, animate.
La voz de Noemí suena dulce, como hace 57 años. Me había descubierto leyendo una nota que escribí sobre el día que conocí el tren, que publicó la Guía de City Bell. Y contactó con Carolina, la editora, para ubicarme. La llamé. Guardo escritos tuyos y una carta de tu padre, me dijo, invitándome a un viaje hacia mi infancia. Me intriga lo de la carta de papi. Quedamos en que pasaba por su casa para vernos. Ese fin de semana se me complicó. La llamo otra vez, balbuceando excusas y entonces me tiende nuevamente la mano:
–Vení de una vez, dale, animate.
El limpiaparabrisas barre de izquierda a derecha la insistente garúa del domingo. Trato de dibujar el rostro de mi maestra de primer grado. La mujer que me abre la puerta no hace foco con la imagen del recuerdo, ya de por sí neblinoso. El pelado canoso y de anteojos que la mira tampoco debe coincidir con el suyo. Se ha arreglado para el encuentro con elegancia de dama inglesa, pollera larga de lana gris, blusa clara, un saquito haciendo juego y un pañuelo que pincela de colores la sonrisa de sus ojos. Nos reconocemos por el mirar de ambos, que mezcla ternura, un brillito de alegría y una pizca de tristeza. Y por el tono con que nos decimos ¡Tanto tiempo!
Le tiendo el paquete de facturas y mi campera y me quedo admirando la calidez de su casa. Ladrillo, madera, sillones con mantillas bordadas, tallas y pequeñas esculturas, cerámicas, cuadros, fotos que recorren una vida, tentadoras ediciones antiguas, el hogar encendido. Antes usábamos leña, pero para que mi marido no haga fuerza, lo pusimos a gas, se excusa. No sentamos en las puntas del sofá y nos miramos medio siglo en silencio.
–¿Tomás mate, té, café…?
–Lo que ustedes tomen. Té está bien.
–Aldo, bajá que vino Rodolfo. –Es arquitecto –me informa en voz baja.
–Entonces tengo tema para charlar largo con él –le digo.
Aldo nos trae el té.
–No te serviste para vos –se extraña Noemí.
–Después me sumo. Ahora ustedes tienen mucho que charlar.
Quedamos solos. Nos sonreímos, ahora ya más reencontrados en el afecto.
–La semana pasada te había preparado sanguchitos de miga. Hoy sólo tenemos esta milhojas de dulce de leche. Pero lo bueno es que viniste. Contame de vos.
–Bueno, cuando terminé la primaria…
Pasan mudanzas, colegio, militancia, amores, hijos, trabajos, nietos. Y ella me cuenta. Docencia, hija, nietas, labores, oficios.
–Esperá que te traigo lo que guardé.
–“En el perdido horizonte/ –lee, ya se esconde el sol/ y como es buen pintor/ deja su tela reciente…”
–¿Te acordás? Lo escribiste vos en agosto de 1964. Yo fui tu maestra de cuarto también y lo publiqué en el periódico de la escuela.
Me muestra la foto sentada en el banco del patio con sus alumnos de cuarto. Soy el de arriba a la derecha, con brazalete de cruz roja. Reconozco a Alicia, a Silvia, a Graciela –mi primer amor platónico–, a Omar…
–Qué mirada melancólica que tenés en la foto –le digo.
–Vos también eras de mirada triste y de poco hablar.
–Eras una niña.
–Fue mi primera escuela. Tenía 19 años y estaba recién recibida.
–Mirá, esta carta me escribiste vos cuando terminaste cuarto grado.
Antes de leerla me advierte que puede emocionarme. No es necesario. Un brillo húmedo va de mis ojos al papel de carta amarillo, con membrete de gato cantor de frac y micrófono, que despliega cuidadosamente y vuelve a doblar cuando termina de leer. “Te lo debo a tí”, “Segunda mamá”, “Querida maestra”, palabras que crecen, esmeradas y redondas, sobre los renglones invisibles de mis diez años. Está fechada el 14 de septiembre de 1964.
–Y esta es de tu papá. Pero leela después en tu casa.
Me muestra la nota que le invitó a escribir Carolina en su Guía de julio. “Desde mis aulas, a todos”. Una confesión de amor a sus alumnos y a su pueblo. Cita partes de mi carta. “Como usted dice, ya es edad de que florezcamos y con buenos frutos”.
Cuando me llama mi hija para que la pase a buscar por La Plata, me doy cuenta de que hemos estado charlando más de tres horas. Apenas del pasado; nos entusiasmamos hablando de lo que hacemos ahora, de los viajes recientes, de los proyectos –Noemí y Aldo son un torbellino de proyectos–, de los hijos y nietos. Con un silencio piadoso eluden lo político cuando escuchan de mi militancia y de mi defensa de la década añorada.
Al despedirnos le elogio los zapatos a Aldo. Fue gracias a que entramos a comprar estos zapatos que Noemí tomó en el negocio la revista con tu nota. Así fue que pudieron reencontrarse, se maravilla. No hay casualidades, agrega. Y esta vez no me suena a frase hecha.
En casa abro la carta de mi padre. “Hoy, al asistir junto con mi hijo Rodolfo a los inquietos y nerviosos momentos de fin de curso, evoco los días de mis primeras letras, mi primera maestra, revivo el recuerdo de antaño, y creo poderle expresar que mi hijo guarda de Ud. el recuerdo imborrable de ‘su señorita’… Verdad que es hermoso vivir en el corazón de los niños, perdurar en el recuerdo de los mejores años de la vida de un hombre”, decían las palabras agradecidas de mi viejo un noviembre 28 de 1960, cuando yo terminaba el primer grado inferior de la escuela Almafuerte de City Bell.
* Escritor, periodista, diseñador / La Señal Medios

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