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miércoles , abril 24 2024
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Reforma Judicial en el Boxeo

 

Por GABRIEL FERNÁNDEZ *

 

Hace unas 48 horas adopté una decisión que, andando el tiempo, no podré cumplir. Sin embargo, lo intentaré: dejar de ver boxeo internacional. Intentaré circunscribir mi mirada a la práctica local, menos intensa quizás pero portadora de simples errores arbitrales y honrados desajustes –no muy habituales- en los fallos. Se trata de una de esas promesas que finalmente se desestructuran ante una opción tentadora. Pero antes de rasgarla a pura traición, deseo fundamentarla.

El saqueo más reciente fue apenas uno de tantos. Sobre cinco magníficas peleas, con ocho buenos boxeadores, uno bien flojo y otro excepcional, cuatro jueces –dos por robo- me arruinaron una hermosa noche de sábado avanzada como un estilete sobre la madrugada del domingo. Si se tratara de una excepción, de un tramo sin inspiración para algunos armadores de tarjetas, lo dejaría pasar. Pero los Estados Unidos se han convertido en un país muy poco serio. Y las consecuencias son preocupantes.

Esa ausencia de solidez se percibe en el panorama general –el lector recuerda los acontecimientos recientes- pero se desliza hacia el detalle. El gran país del Norte ya no puede garantizar un espectáculo deportivo sin corruptela menor, transa de boliche, acuerdo de riña de gallos. Que los mexicanos son muchos en el mercado latino y hay que favorecerlos, que tal pugilista entrena en esa empresa de gimnasios, que la televisión necesita un campeón con ciertas características, que la opción política de un luchador no es bien vista, que el entrenador rompió en malos términos con determinada empresa … lo que sea.

Así las cosas, cada lectura de puntaje hace temblar a los espectadores mucho más que la emoción que brinda la contienda. Periodistas y público, mientras el presentador con imagen de senador por Filadelfia Michael Buffer (Let’s get ready to rumble!) empieza a pispear con desconfianza los cómputos, susurran “a ver con qué pelotudez salen estos pelotudos” sin ahorrar epítetos aún en la notoria reiteración. Más temprano que tarde, la tontería deshonesta se producirá y todos se irán a descansar mascullando bronca con la certeza de haber presenciado un delito sólo beneficioso para sus realizadores.

El sábado 13 de marzo fuimos homenajeados con una de las grandes peleas de la historia. El mejor boxeador del presente, Román Chocolatito González, venció de modo brillante a un magnífico rival, el Gallo Estrada. Sólo el haber observado cómo caminó el ring, en avance oblicuo casi permanente, valía la espera. Y si a eso le añadimos la perfección de los envíos, que impactaron firme y periódicamente sobre rostro y andamiaje del mexicano, la ovación (casera) surgió con naturalidad. Pero cuando sonó la última campana del round 12, una sutil preocupación se instaló en Dallas y en el hogar de cada apasionado. Era el tiempo protagónico de los pelotudos.

Como de un burro solo patadas, como porqué solicitar peras al olmo y como es difícil que el chancho chifle, los pelotudos hicieron su tarea. Invirtieron el resultado y brindaron el triunfo a quien perdió, ante el abucheo del público, la crítica de colegas sensatos y la decepción resignada de quienes no rompimos la tele porque es cara. El pequeño gigante nicaragüense, integrante del Salón de la Fama y militante del sandinismo –ingresó al cuadrilátero con la camiseta de Daniel Ortega haciendo la V- resultó nuevamente despojado en la que fue –tal vez- su última pelea y sobre todo –en una de esas- la mejor de una historia extraordinaria.

Vamos de nuevo. Si fuera una excepción, lamentaríamos el error y realzaríamos la figura del nacido en Managua sin tantas preocupaciones. Pero esta batalla resultó ser la frutilla en la crema, la punta del iceberg de todo un proceso inicuo que deriva en el desprestigio de una noble disciplina que mucho ha tenido que bregar para ser aceptada y que necesita sacarse de encima la fama cinematográfica de estar conducida por mafias y empresarios inescrupulosos. Junto a Chocolatito, operó tiempo atrás cual evidencia el despojo padecido por Gennady Gennádievich Golovkin.

Pero estas son las delincuencias visibles, las que trascienden y al menos logran sumir al planeta de los guantes en ásperas polémicas. El dilema radica en que a lo largo de cada jornada en la considerada con justicia Meca del Boxeo, se suceden estas tropelías sin que los deportistas damnificados tengan derecho al pataleo debido a su opaco cartel. De hecho, el equipo de nuestro actual campeón Brian Castaño advirtió que el hombre de la Fragata pudo arribar a la pelea decisiva porque en la anterior uno de sus asistentes pescó a los jueces modificando arbitrariamente los cómputos antes de entregarlos al árbitro. La picardía bonaerense evitó el robo en marcha y finalmente Castaño, meses después, se trajo el cinturón.

Bueno: así no se puede competir. Es probable que en primera instancia, el público de fútbol crea que en todas las actividades se cuecen habas. Aunque siempre hay intereses y turbulencias, no es lo mismo. El boxeo es el único deporte de apreciación, donde se puede golpear una y otra vez al rival al punto de superarlo ampliamente, pero el juez encargado de puntuar decide que no, que no vio esos golpes, que no tuvo la misma “percepción” de la lucha y que ganó el que llegó al cierre con la cara amoratada; quizás porque lo consideró mejor persona. El poder omnímodo de tres tipos que en su mayoría nunca boxearon y cuya selección por parte de los organizadores continúa en la neblina, está garantizado. Pueden armar las tarjetas a gusto y piacere sin dar cuenta del criterio empleado.

El carácter milenario de este deporte lleva a algunos a rechazar modificaciones de fondo en la resolución de los combates. Como si ya no se hubieran registrado tantas y bien saludables. Desde las primeras peleas de la era contemporánea, cuando se bregaba simplemente hasta que alguno se desmayara sobre la lona –sobre el piso en realidad-, hasta este presente con médicos, cantidad de rounds limitado y reglas bastante claras, hubo cambios positivos que dignificaron la actividad. Sin embargo, pervive como Ley inmutable que tres salames, permeables a todas las presiones y a sus propios prejuicios, decidan al final de cada pelea el resultado de la misma, pero también, transitivamente, la vida deportiva de los púgiles, sus ingresos futuros, el destino de sus discípulos, el trabajo de sus equipos técnicos. El prestigio de este hermoso deporte.

Se sabe: necesitamos una Reforma Judicial en la Argentina. Bueno, también la exigimos en el boxeo. Hay que estudiarlo. ¿Ampliar el número de jueces? ¿Llevarlo a cinco? ¿Someter los fallos a contralor de las asociaciones que exponen los títulos? ¿Descargar punición dura para quienes labran ostensibles estafas? ¿Convocar como jueces sólo a boxeadores y árbitros retirados que conozcan a fondo la disciplina? Es preciso reflexionar antes de brindar una respuesta terminante. Pero lo cierto es que así no es posible avanzar. Lo señaló sin rencor Chocolatito el domingo ya muy tarde, cuando lamentó “este momento al que ha llegado el boxeo”.

Los Estados Unidos hacen agua por todos lados. Esto conlleva al deterioro de cada una de las actividades que configuran esa nación. Cualquier empresario más o menos hábil, cualquier funcionario con conceptos cerrados, pasando unos buenos dólares bajo cuerda, están en condiciones de incidir sobre el resultado de una contienda de interés público mundial. Acuerdos de boliche, de riña de gallos. Chocolatito y Triple G son campeones de los pueblos. Podemos afirmarlo así porque su fama trasciende fronteras. Pero hay miles de hombres y mujeres que entrenan a diario con la esperanza de salir del pozo y merecen respeto. De ellos no se habla; y de los tres pelotudos que les arruinan la vida, tampoco.

 

  • Director La Señal Medios / Area Periodística Radio Gráfica / Sindical Federal

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