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martes , abril 30 2024
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El discreto encanto del nacionalismo

 

Por HERMAN AVOSCÁN *

 

No está bien visto definirse como “nacionalista”. Lo “políticamente correcto” parece ser esquivar estas definiciones porque dividen aguas y el uso habitual lo asocia a expresiones políticas de extrema derecha. Y sin embargo, una sociedad que no se reconoce como tal y no revaloriza sus logros, será una sociedad con pocas posibilidades de estabilizarse y desarrollarse. ¿Qué una cosa es la economía y otra la discusión por el nacionalismo? Eso es lo que nos han hecho creer desde el inicio mismo del nacimiento como Nación.

Porque después de todo, la gran pregunta que necesitamos responder es qué es el nacionalismo y para qué nos serviría en la concreción de una vida mejor. Si eso fuera nada más que agitar una bandera y gritar el nombre de nuestro país festejando un triunfo deportivo… no sería muy lejano a la pasión por un equipo cualquiera. Un poco más extendido, tal vez, pero nada más. La última dictadura militar buscó limitar el nacionalismo a lo deportivo, convirtiendo a este sentimiento en una mascarada.

En épocas de dificultades – y hemos tenido muchas -, los argentinos solemos pasar de un extremo a otro. Tenemos muy arraigada la idea de ser “un país rico” y considerarnos “los mejores del mundo”; pero cuando nos chocamos con la cruel realidad inmediatamente pasamos a considerarnos los peores del mundo. Eso sí: siempre en la punta de la tabla…

Esos tiempos de crisis son los momentos de mayor introspección argentina. Aparecen libros explicando por qué tocamos fondo, se instalan debates en los medios, discutimos apasionadamente cualquier idea que ande dando vueltas y hacemos circular todo tipo de chistes en los que irremediablemente nos hacemos quedar como unos idiotas irremediables. Un mecanismo de auto flagelación que significa: “nos merecemos lo que nos toca vivir porque somos así”.

Apenas la situación mejora un poco, los argentinos nos olvidamos de esas discusiones que nos calentaron la garganta en el invierno económico y nos disponemos a disfrutar de la primavera. Pero esos “chistes inocentes” no son tan “inocentes”. Quedan, permean en nuestra memoria, nos tratan de convencer que en realidad no podemos resolver nuestros problemas como sociedad. Si somos vagos, perezosos, discutidores, rezongones, ególatras, corruptos, vanidosos, como vamos a superar las contradicciones que se nos presentan…

Ahora bien: ¿puede una sociedad superar esas crisis sin tener un poco de auto estima? Cualquiera sabe que para llegar a una meta determinada, ya sea deportiva, profesional o social, la primera condición es creer en las propias posibilidades. Y una Nación que no cree en sus fuerzas, sucumbirá siempre a los mismos escollos.

Pero el término “nacionalismo” puede remitir a una diversidad de variables que nos llevarán por caminos muy diversos. Por eso, primero tenemos que analizar a qué otros conceptos viene asociada la palabra. Por ejemplo, algunos van a asociar inmediatamente el nacionalismo al Ejército. Existe una corriente que considera que las Fuerzas Armadas son el último sostén de la Patria y el fundamento último de la nacionalidad. Un nacionalismo aristocrático, que guarda la virtud del nacionalismo para unos pocos y que termina considerando una amenaza a todo lo que venga de afuera.

Hay otra corriente, un poco menos vetusta y oscura, que busca las raíces de la “nacionalidad” en la tierra y el trabajo rural y agrario. Un nacionalismo de gauchos convertidos en peones, de patrones que hacen el mismo trabajo que sus empleados pero “mejor”, de valor y coraje personal, de “valores tradicionales”. Un nacionalismo del pasado lejano que hoy sirve para justificar un determinado orden social.

 

Pero ninguna de estas dos vertientes representa al nacionalismo que vive en la sociedad argentina y que espera a sus intérpretes para exponerlo y referenciarlo. Ni el modelo autoritario y aristocrático por un lado; ni el modelo tradicional de “patrón de estancia” por otro, sirven para explicar ese espíritu que sigue germinando a despecho de convenciones y tradiciones.

Por un lado, mantiene la búsqueda de reconocerse como parte de una comunidad. Esa identidad compartida le sirve para no sentirse un ente aislado, sujeto a los vaivenes de las situaciones externas. Pero a diferencia de los otros dos modelos, no es excluyente. Busca ir integrando a otros sectores de la comunidad, no pregunta de dónde viene sino quién es cada uno. Una interpelación que cambia el sentido del “nacionalismo”. Ya no se trata de un grupo sectario que excluye a quienes no reúnen unas determinadas condiciones. La pertenencia se da por la búsqueda de un destino común, no por el apego a tradiciones pasadas.

Por otro lado, esa nueva idea del nacionalismo en gestación no le rehúye a las diferencias pero no las considera una limitación. Las diferencias existen, claro. Culturales, laborales, asociativas, de género, de religión, de tonadas. Están los que se divierten con la cumbia y los que prefieren bailar un tango; pueden convivir los que cantan “en cordobés” y los que hablan “santiagueño”; los de tez más clara y los de pelo azabache.

¿Es una ilusión o una fantasía? Es un fenómeno en gestación, que cada tanto se asoma. Un mecanismo de autodefensa social, que sirve para buscar sociedades e identidades compartidas en medio de las crisis, para mantener la fortaleza y la convicción de que es posible llegar a la meta. Que hay contradicciones, rispideces y otras yerbas, por supuesto. Y siempre estarán en una idea que primero es acción y desarrollo social y sólo después empieza a gestarse como un producto analizable.

En ese caldo social está la raíz de la resiliencia argentina, capaz de reinventarse después de cada catástrofe económica y social. Capaz de resurgir con un mínimo de heridas psíquicas; de volver a creer que sumando esfuerzos se puede llegar.

La mirada opuesta: El otro es mejor

Existen otras fuerzas y otros actores que buscan consolidar modelos diferentes. O mantener el actual, porque lo consideran el normal desenvolvimiento de las condiciones históricas y económicas que hay que respetar. Son los que intentan convencernos de que las causas verdaderas de nuestro estancamiento se basan en el desapego a esas “reglas económicas”, a un supuesto “ideologismo” y al hecho de “atacar al campo”, verdadero motor del desarrollo económico nacional.

Un poquito después uno se entera de que esos “ataques” consisten en intentos del Estado por cobrarles impuestos a la renta o de modificar los cálculos de valuación para los tributos inmobiliarios. El orden legítimo que buscan es mantener las prerrogativas actuales.

Para lograr un consenso de esos objetivos elaboran un discurso en el que se descalifica como “populismo” a toda intervención estatal que busque la redistribución de ingresos y se atacará a todo dirigente que protagonice esas medidas “populistas” con los más diversos calificativos.

El diario La Nación es uno de los principales voceros de esa defensa del “orden agro exportador” establecido. Tiene un estilo elegante, su organización y sus racionalizaciones. Tal vez por eso es el defensor más claro de cierta ideología ultra liberal económica, aún en contra de la experiencia.
En el diario de los Mitre se vuelcan innumerables columnas elogiando a la dirigencia política uruguaya. Y lo hacen sin pudor (en las cátedras de periodismo tendrán que revisar algunos prejuicios sobre estilos y formatos).

El 16 de julio, Alfredo Leuco escribía: “No hay demasiados antecedentes de una entrevista en televisión a un presidente, durante 70 minutos, que despierte tanto interés. ¿Qué fue lo que provocó el intercambio de ideas, informaciones y experiencias con el uruguayo Luis Alberto Lacalle Pou, sin gritos, sin malos tratos y sin escándalos?”.

Y agregó: “Seguramente hay muchas razones. Para mí, la principal tiene que ver con un anhelo aspiracional de los argentinos. Sentí que muchos compatriotas querían asomarse por arriba de la tapia de nuestro vecino más cercano y tratar de dilucidar porque ellos tienen lo que nosotros no tenemos”.

Lo dice de un presidente recién asumido, al que se le desconocen méritos de administrador y sobre el que vierte elogios a granel.

El 12 de marzo, el que tomaba la lanza elogiadora era el columnista Emilio Cárdenas. “A diferencia de lo que desgraciadamente parece estar sucediendo en nuestro medio, donde pareciera que el propio presidente de la Nación, Alberto Fernández, es quien por razones políticas se encarga de generar y alimentar una grieta entre el campo y la ciudad, en Uruguay las cosas parecerían ser distintas”.

¡Pero mirá qué bien para los uruguayos! Y el banquero devenido en opinador serial continuaba con su “análisis”:

“Allí, como entre nosotros, el campo participa activamente del esfuerzo por hacer crecer al país. Y eso le es reconocido por el gobierno que ahora encabeza el presidente Luis Alberto Lacalle Pou, que el pasado 1º de marzo se hiciera cargo del Ejecutivo oriental”.

Se podría seguir con ejemplos similares durante un buen tiempo. Alcanzan como ejemplo para ver la operación de comparación entre lo que tiene Uruguay: un presidente que no grita, que no hace escándalos, que vuelve al campo y tiene virtudes rurales.

Esto no es nuevo; no es porque Lacalle Pou sea un hombre de una familia tradicional y pertenezca a la clase dominante. También las hicieron en los tiempos de Jorge Batlle (del Partido Colorado, el mismo que dijo que los argentinos éramos todos chorros… y terminó pidiendo perdón ante el presidente Duhalde); y los del Frente Amplio Tabaré Vásquez y José Mujica en comparación con Néstor Kirchner y Cristina Fernández.

Lo que callan es lo importante: el paulatino estancamiento económico uruguayo y la creciente desigualdad social; la inmigración uruguaya, ahora no por motivos políticos sino económicos. Pero la ensoñación de la derecha argentina con Uruguay no tiene que ver con el país real, sino con el mito. Añoran el país rural, estable, sin protestas y conforme con su destino. El país de tarjeta postal que hoy, no sirve para representar a los amigos uruguayos.

 

* Periodista / Ex diputado nacional

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