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JAURETCHE / El recuerdo de aquél gigante admirable

Por JULIO FERNÁNDEZ BARAIBAR *

 

Era el año 1971. Era una mañana de invierno, fría y estimulante. Sentado a una mesa frente a la puerta de el Castelar, en la esquina de Córdoba y Esmeralda, tomaba un café, mientras hojeaba el diario, seguramente La Opinión. El brillo de la mañana iluminaba la acogedora y cálida penumbra de la confitería. Distraído en la lectura estaba ajeno al movimiento de gente del lugar. De pronto una sombra oscureció la página del diario. Levanté la vista y me encontré con la alta y voluminosa figura de don Arturo Jauretche, quien se había acercado a mi mesa. Me puse de pie para saludarlo y, obviamente, lo invité a sentarse y compartir un café.
–Cómo no, gracias. Pero quiero pedirle un favor.
–A sus órdenes, don Arturo.
–Permítame sentarme de ese lado de la mesa. Nunca me siento de espaldas a la puerta.
Don Arturo tenía entonces setenta y un años –había nacido junto con el siglo–, pero el revolucionario de Paso de los Libres, el político yrigoyenista de Forja, el exiliado en Montevideo por la persecución gorila no había olvidado sus hábitos formados en décadas de conspiración contra el Régimen. Y quería ver de frente a la Muerte y desafiarla, si ésta venía bajo la forma de un atentado, de un disparo artero.
La anécdota surgió en mi memoria al tratar de explicar en estas breves líneas, para las generaciones que no lo conocieron, quién fue este luchador incansable, este lúcido intelectual, este patriota ejemplar y una de las mejores plumas políticas del siglo XX.
Sus obras principales fueron escritas para que sirvieran de herramienta de lucha por la independencia nacional y la justicia social. Puso al servicio de esta causa una inteligencia prodigiosa, que le permitía encontrar en hechos aparentemente intrascendentes de la vida cotidiana, en lugares comunes del habla popular o en conductas inconscientes de sectores sociales, el rastro incontrovertible de un sistema de pensamiento dominante, de un modo de sumisión económica o, por el contrario, de un rasgo de grandeza irreductible capaz de cambiar el destino de la Patria o “de mis paisanos”, como gustaba llamar a nuestros compatriotas. Pero puso también, junto a esta inteligencia, una acerada voluntad dispuesta a no dejarse comprar con las promesas de reconocimiento, status social y prestigio con que el sistema premia la docilidad o la rebeldía acotada, de sus cuadros intelectuales. Se expuso así a una cierta forma de marginación que sólo fue interrumpida cuando el pueblo, como desde hace once años, logró gobernarse a sí mismo e iniciar el camino de la soberanía.
Y como si esto no alcanzara, Jauretche escribía extraordinariamente bien. Tenía el don de convertir lo complejo en sencillo, lo oculto en evidente, lo pretencioso en ridículo, lo solemne en patético. El primer libro de sus nunca terminadas memorias, De pantalones cortos, es una precisa muestra de este genial contador de historias. El país de su infancia, la vida cotidiana en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, en donde no hacía mucho habían pasado los hirsutos malones, su tío “el Cautivo”, la llegada del primer aeroplano, la paulatina incorporación de los inmigrantes, son contados por Jauretche con la amenidad de las charlas de fogón, sabiendo que ayudaba a construir una memoria en un pueblo al que sabía olvidadizo.
Pero fue, sin duda, en la literatura política donde su genio brilló hasta convertirlo en el profeta del destino nacional. Derrocado el general Perón, por la sangrienta “Libertadora”, Jauretche se enfrentó con sus libros a la omnipotente estructura ideológica y política del liberalismo. El Plan Prebisch. Retorno al Coloniaje, Los Profetas del Odio, El Medio Pelo en la Sociedad Argentina, entre otros, fueron los textos que enseñaron a mi generación, y todavía siguen enseñando a los nuevos militantes nacionales, cómo era el país real que no aparecía en las cátedras universitarias ni en los grandes diarios. Y son todavía esos textos los que, a cuarenta años de su muerte, denuncian desde el pasado, con voz profética, el presente miserable de un país que no supo o no pudo forjarse el porvenir que sus hombres y mujeres merecían.
“Mientras tanto nos iremos hipotecando con el fin de permitir que falsos inversores de capital puedan remitir sus beneficios al exterior. Y como nuestra balanza de pagos será deficitaria, en razón de la caída de nuestros precios y de la carga de las remesas al exterior, no habrá entonces más remedio que contraer nuevas deudas e hipotecar definitivamente nuestro porvenir. Llegará entonces el momento de afrontar las dificultades mediante la enajenación de nuestros propios bienes, como los ferrocarriles, la flota o las usinas” (Arturo Jauretche. El Plan Prebisch. Retorno al Coloniaje, 1955).
Desde hace once años venimos saliendo de ese infierno, en el que caímos pese a sus advertencias. Vaya, entonces, esta cita premonitoria de aquel gigante admirable para no volver a caer tantas veces con la misma piedra.
* Domingo, 18 de mayo de 2014

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