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jueves , abril 18 2024
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Maradona y otras cosas

POR GABRIEL FERNÁNDEZ*

Heredé la Remington del gran Andrés Zavala. El hombre se la veía venir, la cargó –máquina pesada, ruidosa- y me la trajo. Marrón clarito, lindo diseño de aparato grande. En realidad todas las máquinas de escribir eran ruidosas. De hecho aún hoy me gusta escribir en medio de sonidos variados, desdeñando la aristocrática idea de “necesito silencio” que arguyen con pleno derecho tantas figuras de la comunicación. Lo cierto es que los cierres eran verdaderamente sonoros; en tren de equilibrar las herramientas, vale admitir que los miércoles y los jueves por la noche me costaba conciliar el sueño porque multitud de teclas seguían reverberando en la cabeza. ¿Porqué esos días? Bueno, suelen ser los de mayor volumen informativo. Así que hoy, con la silenciosa computadora enfrente, opto por escuchar la radio; no sólo para saber qué sale al aire y qué se puede aportar, sino también para que el ruido no decaiga.

Escribir en la máquina tradicional tenía otras dificultades: muchas veces terminaba una nota editorial o un comentario en mi casa; todo el barrio de San Telmo se enteraba de ello. El escritorio y los pisos de madera se concatenaban para damnificar con un concierto de impactos al teclado el sueño de mi mujer y, durante un tiempo, del pibe pequeño. Este último con la ventaja de suponer que así eran las cosas y que ese era el sonido que correspondía al medio ambiente varias noches a la semana. Pero estos artilugios conectados con el mundo resolvieron el asunto. Primero una Macintosh; recuerdo que con el tiempo, aunque buscamos seguir con la marca, los precios de las PC forzaron el cambio a la manzana. Y, como suele suceder, las dos empresas se pusieron de acuerdo y con el sistema Windows y una posterior fusión, nos ahorraron una dualidad al estilo de Ford y Chevrolet.

La otra cuestión, por derivar solamente, era la búsqueda de precisiones sobre materiales ya perfilados: el nombre completo de un dirigente, las siglas exactas de una organización, la fecha precisa de un acontecimiento. Los datos de las víctimas de una represión. Por entonces, sólo libros, otras publicaciones, llamados de teléfono, consultas personales. Allí el horario de redacción sí pesaba. Hoy, esas opciones se configuran como última instancia. No nos engañemos, usted lo sabe: buceando bien, el google saca de apuros. Y lo cierto es que guste o no, ahora uno cierra a la hora que fuere sin alarmar al entorno y con la posibilidad de obtener un gran porcentaje de datos complementarios en el momento que sea en la publicación que quiera. Eso sí: complementarios, porque la información la sigue obteniendo cada uno, de modo bien personal. Y el análisis de esa noticia, ni hablar.

Es mucho el tiempo que ha pasado. Se gritaba “material” y venía un pibe rápidamente a retirar un texto para acercarlo al taller. En el diario Sur, por ejemplo, la zona de impresión ni siquiera estaba cerca de la planta; el pibe juntaba varios artículos, se los pasaba a otro cadete, éste se subía a la moto y los llevaba. Asombroso. En una ocasión, chocó; recuerdo el llamado del jefe de cierre: “Gabriel ¡tenés que mandar de nuevo todas las notas de las páginas 11 y 12! ¡Y los diagramas! Una camioneta se lo llevó puesto a Carlitos, no le pasó nada, está en la casa, pero perdimos el material!”. Hoy los ordenadores están en red y los textos se envían al recipiente adecuado. Simplemente.

La única forma de aprender periodismo es hacerlo. Leer mucho y escribir varias notas por día hasta que la mente sabe lo que tiene que hacer, se conecta directamente con las manos y uno se desentiende porque la narración surge. Otro cantar es la interpretación, el fondo. Para que salga bien es preciso que uno conozca lo que pasó, reúna lo que sabe, y permita que esa zona indeterminada -¿el cerebelo?, mirá que nombre le han puesto- haga lo suyo y germine la idea fuerza. A partir de ahí resulta necesario que el artículo en ciernes vaya llenando todo el cuerpo; recién cuando desborda, cuando tiene que salir porque si no uno revienta, hay que sentarse y escribir.

El problema, claro, es el tiempo. Porque las notas de fondo también tienen un cierre, determinado por el horario de la publicación o, en la web, por la urgencia de la información. Si uno cree tener la más interesante interpretación sobre un suceso, aunque ninguna rotativa esté aguardando el tipeo, quiere publicarla. Bueno, ahí no queda otra que la paciencia, acompañada de algunos resortes internos que suelen llamarse concentración para “empujar” el avance de la idea fuerza sobre nuestro cuerpo. Quizás en mi estatura, debajo del promedio, pueda encontrarse la clave de cierta fertilidad. La traslación de la idea al papel, en ciertos casos, puede resultar salvadora, pues temas como el Caso Nisman si permanecen mucho tiempo dentro quién sabe qué daños ulteriores pueden causar a la salud.

No es cierto que consumiendo drogas o alcohol se escriba mejor. En principio, es al revés. Lo que puede ocurrir es que a algunos colegas una pequeña relajación los libere de tensiones para lanzarse al texto. En ese sentido, mejor y más sano es el sexo. Por lo común el adicto, si acaba de consumir algo fuerte, escribe boludeces y el período de corrección de esas notas lleva más tiempo. Todas las anécdotas que narro aquí son reales: en una de las agencias en las que he trabajado, un corresponsal estaba notoriamente atravesado por esos dilemas: los textos de la mañana eran buenos, los de la tarde salpicados por la sinrazón y los de la noche un berenjenal imposible de descifrar. Contrariamente a la corrección política y a lo que suponen los jóvenes periodistas, la marihuana tampoco ayuda: en realidad sólo sirve para que se olviden datos esenciales y descuiden el guardado de los textos en la carpeta adecuada. Tienen que mandar la nota sobre la inflación y encuentran una referida a Maradona.

Hablando de Diego Armando Maradona: su ser, sus goles, sus éxitos, sus aventuras, sus desventuras, sus adicciones, sus mujeres, sus grandezas y sus trivialidades, han atravesado toda mi vida laboral de modo exacto. De hecho, ambos somos del 60, lo cual ha llevado a que todos los medios en los que he andado hayan tenido entre sus epicentros la información y las opiniones sobre el 10. Lo vi jugar en el Bosque, a los 11 o 12 años, cuando venían los Cebollitas de Argentinos Juniors a deleitar en el entretiempo: la gente señalaba al nene de rulitos y en el mundo del fútbol ya se sabía que había un fenónemo en esa formación. Lo ví en La Paternal –expulsado- y lo vi debutar en la cancha de Boca para la selección nacional. Vinimos con un amigo, Manolo, desde La Plata sólo porque estaba en el banco y se corría la bola: en algún momento, Menotti lo va a poner.

Aclaro que jamás viví esos episodios como algo extraño. Lo raro era que hubiera partidos y yo no fuera a la cancha. Seguía a Gimnasia de local y de visitante –ahora también, sin el último rubro- al punto de ratearme de la escuela cuando se jugaba regularmente los días miércoles. Allí partía con mi guardapolvo envuelto y los útiles escolares rumbo a la estación, y tomaba el tren a Constitución. Cuando Gimnasia tenía fecha libre, acompañaba a mi querido tío Luis a ver a Estudiantes, aunque jugara de visitante. Y si no había nada de nada, deambulaba por las canchas del ascenso por el mero hecho de ver fútbol. Además de jugarlo siempre, por supuesto. Ahora, que tenemos Fútbol para Todos, una genialidad que se pretende devaluar, puedo ver todos los partidos salvo los que están en el mismo horario, y me reservo el vivo directo bandera y papelitos para el Lobo.

Pero hablaba de Maradona. Lo calcé al toque. Allá lejos y hace tiempo hice un artículo en el diario de Madres donde señalaba – advertía que la imagen de Diego junto a doña Tota, a su papá, a sus hermanos, que pululaba por los diarios, era indigerible para el poder. Que esa imagen estaba amparada en un talento incomparable (Diego es el mejor jugador de la historia en mi opinión, y eso que hubo gigantes del balón), y que la combinación de superioridad técnica con identidad social resultaba durísima para el esquema “La Nación” de mirar el mundo. Así fue. Así es. Tras la publicación de esa nota Hebe se comunicó conmigo para que ambos fuéramos a charlar con Maradona, nota en mano. Fue la única vez en mi vida que me retraje ante una propuesta periodística, por un factor muy sencillo que paso a explicar.

No quería, no quiero, entrevistar a Maradona porque temo pelearme con Maradona. No me callo ante determinadas cuestiones –Hebe sí que lo sabe- y no podía tolerar en esos años 80, la simple idea de que Diego saliera con algún disparate de los que suele acuñar. Necesitaba resguardar al ídolo en mi mente y en mi corazón. Jamás me preocupó contrastar con quien fuere en un debate, pero terminar a las puteadas con Maradona hubiera sido letal para mí. Al poco tiempo de la publicación de aquél artículo, el genio andaba tiroteando con un rifle de aire comprimido a algunos colegas que rondaban su hogar. Sentí que había acertado.

En ese entonces se había intensificado la breve pero profunda relación con Alipio Paoletti. Estábamos comiendo en un bar de Avenida Caseros, por Parque Patricios, porque el cierre del diario lo hacíamos en un taller de la calle Lavardén, y Tito me explicó sencillamente por qué nos comunicábamos con tanta franqueza: “vos tenés la marca en el orillo”. No hablaba de periodismo, señalaba la identidad social y estaba contento con mi peronismo sólido pero silvestre que lo hacía rabiar y reír. Por eso calcé rápido a Maradona. Lejos de ser un autoelogio, es la admisión de una realidad: no tuve que hacer el esfuerzo de “optar” por esa zona de nuestro pueblo. El que se interese por las cosas que hago, a falta de mejor ocupación, tiene una pista clara. Lo dice la canción: “yo te conozco de antes, desde antes del ayer”.

Y el papelón juvenil. Nunca me gustaron los copetes demasiado cortos. Tengo la idea fija de una extensión “así” como el gesto entre dedo gordo e índice que se realiza para pedir un café. Luego, en Prensa Latina, tuve que modificar parcialmente el criterio hasta adecuarme a las modalidades de agencia. Pero a los 22 años, en el diario La Voz, un lead de tres líneas se me antojaba incompleto. Como jefe de política tuve en mis manos una apertura con esas características y pegué un grito: “¿Quién escribió esto?”.

Lamentablemente, desde el flanco derecho de la redacción se escuchó “Yo. ¿Porqué?”. Era el secretario de Redacción, Roberto Propato, maestro de maestros, que me observaba sonriendo hacia dentro por encima de sus lentes. Lo único que atiné a decir fue “bueno”, prolongando el patinaje hasta el ridículo. Propato jamás me recriminó el episodio; se limitó a disfrutarlo.

Esa Rémington marrón claro, grandota, que me entregó Andrés antes de retirarse a disfrutar en un paraíso donde se puede beber y fumar sin consecuencias ulteriores, me acompañó más de 15 años, hasta el arribo de la citada Macintosh. Estoy escribiendo estas líneas en el primer día del año 2016. Miro con sorpresa las imágenes más recientes: los compañeros de Radio Gráfica en gran movida por un reportaje a todo trapo sobre el último día del período anterior; el pantagruélico asado de La Señal Medios envuelto por debates bien propios de aquellas redacciones que voy evocando. Me alarmo un poco por este presente continuo que vivo y me fuerzo a recordar para imaginar que muchas cosas siguen en mí.

A diferencia del papá de Mafalda, siento que estos son “mis tiempos”, así como lo percibí en cada uno de los tramos anteriores. Aflojo la espalda (en literatura escriben “las espaldas”, puede sonar más elegante, en el periodismo lo usamos en singular y yo al menos tengo una nomás), recuerdo muchas otras cosas y no las incluyo; ha caído el sol y parece que la temperatura callejera acompaña la serenidad nocturna. Preparo unos mates, vuelvo a acercarme y repaso estos apuntes, sin descifrar claramente hacia dónde conducen. Esa fase de la mente que he señalado con inexactitud, me explica: después de tanta ultraactualidad, en un año feroz, tenía que sentarme a delinear algo así. Escojo un título. Y trato de ser justo en su elección.

* Director La Señal Medios / Area Periodistica Radio Gráfica

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