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viernes , marzo 29 2024
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No está nada mal, Scalabrini

Por Gabriel Fernández

Raúl Scalabrini Ortiz ofrece una vida y una obra dignas de ser tomadas en cuenta por los militantes jóvenes que se lanzan a la política en medio de un cúmulo de dudas e interrogantes. Especialmente por quienes, debido a su voluntad de aprendizaje, se zambullen en textos intentando hallar pespuntes de pensamientos aplicables a la difícil cotidianeidad política: el lector sabe que aunque las palabras“cierren”, una vez clausurado el lapso de lectura -ya en las calles- el mundo y el país parecen contradecir, o al menos difuminar lo aprendido. ¿Cómo relacionar, convertir en lucidez práctica, las ideas manadas de obras que, aparentemente, ofrecen esquemas correctos pero sutilmente distanciados del diálogo corriente, del accionar diario, de la convocatoria masiva?

Jamás un autor o un luchador darán la respuesta, pero labores como la de Scalabrini, entre otros, ayudarán apefilar saberes que se complementarán más adecuadamente con las vivencias del compañero. Estas líneas, apenas introducen a un vasto y complejo modo de conocimiento que contrasta con la gnoseología manyada habitualmente, tan presta a considerar todos los factores, menos los importantes. Digamos que Scalabrini invierte aquellos términos: se autodefine como un “místico de la realidad”, generando un trabajo asentado en el planteo despojado, la investigación a fondo y las conclusiones sinceras. Es decir, sin forzamientos que hagan encajar los procesos en las teorías sobre las interpretaciones de los procesos.

Semejantes concepciones fueron formuladas por Scalabrini y su amigo Arturo Jauretche como una exhortación a dejar de lado “las ideologías” que buscan ver la vida nacional con prismas externos. Tal observación enfadó grandemente a los marxistas locales quienes lo equipararon con la visión ignorante de quien niega las cosmovisiones -algo así como un pre-Fukuyama local- (Silvio Frondizi, enorme intelectual marxista, se negó despectivamente a debatir con Jauretche por considerarlo, apenas, un “populachero”). Si se indagan los comportamientos políticos de los autores citados, los de las vertientes cuestionadas por ellos, así como los resultados prácticos de sus tareas periodísticas e investigativas, tendrá que admitirse que el llamado se parece mucho más a la actitud de un Carlos Marx ahondando con su propio cerebro en la estructura económica capitalista que a los negadores de sistemas de pensamiento.

Es de interés resaltar que ante la absurda contracara de los “teóricos”, el falso practicismo antiintelectual, este realista por antonomasia reivindicó absolutamente el valor de la palabra, del escrito, del libro y de la prensa. Firmemente convencido del poder esclarecedor y activo de un texto bien realizado, no cejó en su búsqueda de la difusión masiva. “Yo he visto a Scalabrini más débil que el Quijote -memoraba Jauretche-, teclear en largas vigilias sobre la máquina un pensamiento que no tenía destino porque las bobinas de papel entraban por el puerto de Buenos Aires con el pretexto de la cultura, pero no había una mísera cuartilla de periódicos con que llevar al pueblo las verdades que surgían de aquellas vigilias; tan poderosa era -y sigue siendo- la armazón publicitaria del interés antinacional que administraba la noticia y la doctrina… pero Raúl Scalabrini Ortiz no desesperaba. La verdad a cuyo servicio se puso fue saliendo en pequeñas hojitas, en efímeros periódicos, en folletos y en libros y fue portada por pequeños hombres -pequeños, en la multitud- que se fueron haciendo grandes hasta ser la multitud misma”.

La cuestión que desvelaba a Sacalabrini era, justamente, el distanciamiento y la superficialidad que brindan las miradas lejanas sobre nuestra realidad; la reducción de procesos complejos pero palpables a dualidades simples que no dan cuenta del trasfondo. A través de una fuerte independencia de criterio (que lo lleva, entre otras cosas, a leer autores muy variados y a no afiliarse al radicalismo ni al justicialismo) el porteño-correntino va percibiendo (y criticando en consecuencia) que las distintas “corrientes de pensamiento” locales -socialistas, liberales, nacionalistas- se aferran a preceptos que no ameritan el cotejo con los procesos vivos, evitan tomar en cuenta datos cognoscibles y por lo tanto deforman la visión, buscando insertar lo que ven en la idea previa.

Así, Scalabrini devuelve al razonar político argentino la noción de objetividad, o si se quiere de materialismo para abordar lo que pasa. Señala que admite debatir largamente sobre filosofías -tema que le interesa en tanto lector y escritor apasionado- pero precisa que para analizar lo que ocurre día a día en el país es pertinente aceptar, en el sentido de conocer para transformar, esa multiplicidad de hechos y sucesos concatenados y con causas reales muy profundas. La dependencia existe y lo demuestra numérica, estructural y políticamente: esto es verdad, enfatiza, y quien no lo crea así que lo pruebe acabadamente. Piensa que no es bueno para nuestro pueblo que las ideas surgidas de un nacionalismo francés comanden la acción política local, que las teorías de un liberalismo inglés orienten nuestra economía, ni que las concepciones dispuestas por un comunismo ruso guíen la marcha de los trabajadores argentinos. No sólo no es bueno, piensa junto a Jauretche; es un disparate, una cosa de zonzos.

Lejísimo de la ridícula consigna “ni yanquis ni marxistas”, Scalabrini tensa su propia honestidad intelectual y deriva lógicamente en la admisión de sus propias conclusiones: toma del hombro a Juan José Hernández Arregui y le propone -!en 1952!- la formación de un “Partido Comunista nacional” que se posicione geoeconómicamente, como ellos hasta ese entonces, pero enfatice la cuestión social, a su entender demasiado diluida en el justicialismo. Scalabrini muere en 1959, en medio de batallas contra golpes e imperios redivivos, y al poco tiempo, en 1960, Hernández Arregui lanza la idea de formar, sin contrastar con el peronismo, “Centros de Izquierda Nacional”, suerte de unidades básicas destinadas a abordar a fondo los desafíos que se le presentan al gigante miope e invertebrado. Años más tarde, al calor de la lucha, surgirían numerosas organizaciones unidas por una concepción revolucionaria del peronismo.

Volvamos a Scalabrini: su forma de decir aparece correlacionada con su forma de ver. Privilegia la combinación de la investigación con la labor periodística, condicionando su rumbo personal -originalmente despegado de tantas complicaciones- a las respuestas que va obteniendo en el mismo vivir y observar. Muy argentino, eleva su búsqueda filosófica hacia lo que muchos consideran un descenso conceptual. Los ferrocarriles, el Banco Central, el petróleo, el neutralismo, las escuelas técnicas, la democracia práctica, son sus temas porque, comprende, son “los” temas. Los inicios especulativos y metafísicos quedan atrás, y se aboca a la filosofía en serio, ya que el hombre es, también, el lugar y la sociedad que le toca vivir.

Hay concordia entre ese camino y su vida personal. Hincha de la vida, callejea y aprecia las mujeres hermosas, pelea en el ring y en las esquinas, parece un tipo dispuesto a beber los placeres de la vida; pero los“descubrimientos” lo fuerzan a deshacerse de, tal vez, su máximo deseo, el de ser un gran escritor, para lo que cuenta con el potencial necesario. No cree que el artista deba ser fiel solamente a su obra, pues “hay causas mayores” y rompe su dinero e invierte su tiempo en periódicos y folletos que lo dejan en la ruina, pero satisfecho; la denuncia del vasallaje y la injusticia se le aparece como el mayor de sus problemas y todo lo demás bien puede subordinarse a semejante preocupación. Ama a su mujer y a sus cuatro hijos, pero con el diario “Reconquista” se funde en el peor momento. Por entonces, a los 44 años, debe salir a ofrecerse profesionalmente a través de clasificados en los diarios, ante el azoramiento de sus amigos; mas si muchos esperan la reflexión rencorosa, aclara que pese a todo “cuando más conozco a los hombres de mi tierra, más los aprecio y mejor comprendo que cualquier sacrificio en bien de su liberación y su enaltecimiento, justifica ampliamente mi vida”. Bastan estos trazos incompletos para adherir a aquella definición de “intelectual profético” con que lo caracterizara limpiamente Horacio González.

A pesar de los padeceres, que nadie deje este artículo suponiendo que la suya fue una existencia heroica pero desgraciada: hay que leer sus impresiones del 17 de Octubre para aprehender el torbellino desatado en su corazón; o imaginar el revuelo de emociones causado por el anuncio de la nacionalización de los ferrocarriles. Por momentos así, que para algunos nada significan, vale la pena vivir. Scalabrini entendió que la Argentina no es una bendición pero mucho menos una condena. Es, simplemente, este país, nuestro país. Y se congratuló de haber nacido aquí, lo cual, pensaba, no está nada mal. Nada mal.

* Director La Señal Medios / Area Periodística Radio Gráfica.

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